52 - Minuto 78

No sé muy bien cómo se originó esta locura, ni cuánto va a durar. Tampoco si la idea se le ocurrió a Lavecchia, a González o a un productor ignoto del canal, de esos que laburan por dos mangos. Pensate algo, Fulanito, pudo haber sido el comienzo de todo, y todo estalló cuando ese alguien inventó, como una sección más del programa Planeta Gol, esto del Minuto 78.
No deja de asombrarme que la chispa que enciende hechos fundamentales en nuestra sociedad, es generalmente ínfima y está ahí, cerquita, esperando ser descubierta para poder arder.
Mi amigo Rolo, que es de los que lee, cada vez que puede me dice que la idea del Minuto 78 está inspirada —él le pone un énfasis y una intención especial cuando dice: inspirada— en un concurso de literatura. Un concurso que no conoce ni Mongo —dice Rolo—, el de la página 122. Este concurso —lo puedo contar porque ya me lo sé de memoria— es tan inusual que premia la mejor página 122 escrita en el año. Es decir, que en lugar de concursar libros enteros como en la mayoría de los certámenes que uno se puede imaginar, en esta competición sólo concursa y premian una página: la 122. Y no importa para los jurados si el libro ganador es bueno o malo, si es novela, cuento, o ensayo, ni tampoco interesa la trama, el principio o la resolución final, solo les importa esa bendita página.
La teoría de Rolo —ustedes coincidirán conmigo— guarda una cierta relación con el Minuto 78, pero de ahí a sostener que ese concurso fue el punto de partida de este fenómeno, me resulta cuanto menos, exagerado.
Según las palabras que brindó Lavecchia hace tiempo, cuando él y González todavía daban notas a los medios, mucho antes de ser las megaestrellas de la televisión que son hoy, y antes todavía de convertirse en socios accionistas del viejo TyC, hoy Planeta TyC, dijo: El Minuto 78 fue un bloque más entre Burradas, Curiosidades, Patadas, y tantos otros bloques que hemos desarrollado con más o menos éxito en estos quince años de programa, pero claro, después creció…
Hoy no se entiende el fútbol sin el Minuto 78, sin la sirena que suena en todos los estadios cada vez que el reloj toca el setenta y ocho y muchas más cámaras se encienden solo por sesenta segundos para registrar lo mejor que cada partido nos podrá mostrar. Porque si bien los partidos siguen durando noventa minutos, los ojos de todos nosotros están atentos únicamente a lo que suceda en ese preciso minuto.
El mayor mérito en el fútbol del Pipi Anido, el chico de Estudiantes —el único mérito que haya tenido, creo yo—, fue convertirse en el primer jugador que ganó el premio Minuto 78 en la hoy mítica emisión 1086 del viejo Planeta Gol, emisión que inauguró esta etapa que en la actualidad vivimos con tanto esplendor. Nueva sección —anunciaba sin bombos ni platillos un Pablo González relativamente joven, todavía con pelo, en dicho programa— donde premiaremos a la jugada más vistosa y elegante que se dé en un minuto en particular en cualquiera de los partidos del torneo de primera división del fútbol argentino. El minuto elegido es el setenta y ocho.
Resulta ingenuo ver hoy que la jugada premiada en ese entonces fue nada más que un caño a un rival, caño que sufrió Álvaro Muñoz, zaguero de River; y el premio, un simple aplauso seguido de un replay, cuando en los tiempos que corren, en cambio, entregan un auto cero kilómetro por fecha, un departamento por mes y, por año, una villa en la Riviera Francesa o en la Costa Azul.
Sabemos que la guerra de patrocinadores se volvió feroz y que fue vertiginosa la manera en que las empresas nacionales, incapaces de enfrentar a los tanques de las multinacionales, rápidamente quedaron afuera de la pelea. Por supuesto, quienes más disfrutaron estas contiendas fueron, sin lugar a dudas, la pareja González - Lavecchia, Lavecchia - González que sentaditos en sus Penthouses de Puerto Madero se frotaban las manos mientras las pupilas se les teñían de verde dólar.
Poco tiempo pasó desde la emisión 1086 para que el Minuto 78 fuera el bloque más esperado del programa, y dos años para convertirse en el más importante de la TV nacional. Rápidamente los jugadores de todos los equipos comenzaron a pelearse por estar ahí, en ese micro que premiaba y mostraba las proezas más extraordinarias que nuestro fútbol nos podía regalar, y nadie, absolutamente nadie, quería perderse ese momento único de cada partido: ni futbolistas, ni futboleros.
Con el correr de los encuentros las jugadas que veíamos —disfrutábamos— en el minuto setenta y ocho dejaron de ser espontáneas y se convirtieron en acciones armadas, estudiadas y coreografiadas. Cada vez eran más los jugadores que entrenaban a doble turno, y en secreto, destrezas para luego lucirlas en el Minuto 78. Hoy es impensado que un futbolista profesional no lo haga. En esta corta historia más de un jugador se ha peleado con su técnico por haber sido reemplazado en el minuto setenta y cinco o setenta y seis de un partido. Tal fue la locura a la que llevó esta nueva pasión que las autoridades de AFA tuvieron que prohibir los cambios entre los minutos sesenta y ochenta de cada partido por culpa de la enorme cantidad de casos de rebeldía y amotinamiento de jugadores que enardecidos se negaban a dejar el campo de juego antes del minuto setenta y nueve.
Muchas cosas cambiaron desde entonces.
Las autoridades del fútbol tuvieron que inventar nuevas fórmulas para mantener a flote el negocio, el auge del Minuto 78 hizo que los clubes presionaran para obtener una porción del pastel. La fórmula fue muy sencilla: a jugador premiado, club beneficiado. Así, mientras el futbolista lucía su nuevo cero kilómetro, el club recibía pago doble por la televisación de esos sesenta segundos. Si bien este cambio ayudó a la aceptación del fenómeno por parte de los clubes, de a poco un nuevo conflicto asomó en el horizonte: la convocatoria de la gente a los estadios. Gradualmente el público se mostró desinteresado por los primeros minutos de los partidos; iban llegando sobre el final del primer tiempo, en el mejor de los casos, mientras que la gran mayoría arribaba a los estadios cerca del minuto sesenta, sesenta y cinco, solo interesados en presenciar el minuto setenta y ocho. Un dirigente de aquel entonces, Marcelo Tinelli, quien también había sido hombre de la televisión en una época de su vida, propuso que los valores de las entradas sean más caras a medida de que el partido fuera avanzando. La propuesta Tinelli marcaba que el valor de la entrada debía incrementarse en relación a los minutos que el partido llevara de juego: un minuto aumentaba un uno por ciento. Por lo tanto, si  comprabas la entrada a los diez minutos de iniciado el partido, te costaba un diez por ciento más, a los treinta minutos, treinta por ciento de incremento y así hasta los setenta y cinco minutos. Nadie compraba una entrada después de ese momento. La iniciativa de este dirigente tuvo numerosos inconvenientes de implementación por lo que rápidamente  fue desestimada y dio paso a la creación de la tarjeta MinutoPlus, una tarjeta obligatoria para acceder a los estadios. El sistema hoy parece una obviedad pero en ese entonces no lo fue. Con MinutoPlus el poseedor de la tarjeta la pasa por uno de los tantos lectores que tienen los estadios en el momento del ingreso y luego la vuelve a pasar en el momento de la salida, el sistema lee en qué minuto ingresó, calcula el tiempo total de la estadía y debita el valor correspondiente de la cuenta bancaria del titular de la tarjeta. El precio de los partidos del fútbol nacional, entonces, se estipuló de la siguiente manera: Cien pesos sureños los noventa minutos, ciento cincuenta pesos sureños por setenta y cinco minutos, doscientos pesos sureños por sólo sesenta minutos, y trescientos pesos por cuarenta y cinco minutos o menos. Luego de la segunda fecha de la implementación de MinutoPlus, con la intención de frenar la estampida del público que abandonaba los estadios después de presenciar el minuto setenta y ocho, se impuso un costo extra a los ya apuntados de cien pesos sureños por retirarse del estadio antes de la finalización de los encuentros.
Estos no fueron los únicos cambios que se vieron reflejados en la gente, sin darnos cuenta nació una división inexistente hasta ese entonces entre hinchas y público. Los hinchas siguieron siendo aquellos fanáticos fieles a los colores, a los equipos, mientras que los considerados público, que decían estar más interesados en el fútbol, se encontraban profundamente atraídos por lo que fuera a ocurrir casi exclusivamente en el minuto setenta y ocho, mucho más que por el resultado del partido. En la mayoría de los casos preferían ser testigos de la jugada ganadora del premio, más allá de si fue realizada por un futbolista propio o por un rival. Era muy fácil reconocerlos en las canchas ya que, si bien compartían, los mismo colores que los hinchas —podríamos decir que se mimetizaban— segundos antes del minuto setenta ocho, precisamente diez segundos antes, comenzaban una cuenta regresiva que gritaban a vivan voz: ¡Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno!… ¡Ya! Un ¡Ya! que se mezclaba con la sirena que les comenté oportunamente
Los hinchas, en cambio, difícilmente alienten la practica del minuto setenta y ocho. Ellos son: Hinchas de noventa minutos, dicen con orgullo y como una forma de diferenciarse de los otros. Así llaman al resto del público a quienes acusan de haber perdido la pasión, mientras que los otros se defienden argumentando: La pasión está intacta, solo la mutamos. Estos nuevos hinchas —muy parecidos a los hinchas originarios— también se definen como: Los hinchas de siempre, a pesar de ser tildados por muchos medios de comunicación y por el resto del público, de anacrónicos y de no saber adaptarse a la evolución futbolística. Ellos, sordos a las críticas, renuentes a los cambios e inquebrantables en sus posturas, tampoco se sienten felices ni representados por los jugadores que trabajan para ganar el premio Minuto 78. Directamente los acusan de ser minuteros: futbolistas que, según ellos, solo juegan sesenta segundos, esos famosos sesenta segundos del premio, y que durante el resto del partido pasan inadvertidos. Tal es así que ya no creen en el rapto de creatividad futbolística que, muchos de estos jugadores acusados de minuteros, aducen en el momento de alzar el premio. Es interminable la lista de futbolistas acusados por parte de estos hinchas de guardarse las mejores jugadas solo para el minuto setenta y ocho y mezquinar su talento y su fútbol durante los otros ochenta y nueve minutos de partido.
El caso del jugador Toledo, exfutbolista de Vélez, fue emblemático. Participó en apenas dos torneos del fútbol argentino antes de partir a Europa, más precisamente a la Premier League. Durante ese corto período coincidió con el inicio del furor por el Minuto 78 y resultó ser, gracias a su inventiva y su enorme habilidad, el ganador de más de treinta semanas del premio. Toledo, feliz pero desbordado, no sabía qué hacer con tantos autos ganados hasta que, por recomendación de Fabián Cubero, excompañero y actual técnico del conjunto de Liniers, puso una concesionaria de autos que dio origen a la red, hoy más que conocida, Toledo One.
Rolo, mi amigo, insiste en que la fórmula se está agotando. Desde la redes sociales otras voces llegan al programa de Lavecchia y González con el mismo planteo. Ellos, que solo hablan a través de su programa, responden, con la ironía que los caracteriza, que Minuto 78 tiene mucho más para dar. Todo pasa, les dice Rolo frente al televisor cada vez que los ve. Luego apaga la tele, me cuenta nuevas teorías y me explica algo que para él es inocultable, que Lavecchia y González están buscando inspiración en otros ámbitos, que, como en su momento se sirvieron de la literatura rescatando —énfasis en rescatando— la idea del concurso de la página 122, ahora se los ve concurriendo a muestras de arte, espectáculos de danza y conciertos de música clásica.
¿Vos decís que piensan refritar el Fútbol ballet?, le pregunto incrédulo y él, haciéndose el enigmático, me responde:
Quién te dice…

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 6 de abril del 2016
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51 - Sin nombres

Lo primero que le dice es: Sin nombres. Del otro lado de la línea, la voz del otro hombre, más aflautada que de costumbre, le responde: Por supuesto… Y cuando va a decir algo más, como siempre, cuando esta a punto de completar la frase, el primero lo corta y le repite: Sin nombres.
Ustedes me van fundir, le dice el primero en un momento de la conversación. Tu socio me mató la vez pasada. Un dineral me cobró. Hace una pausa, escucha y enseguida responde: No te digo que me van fundir. ¿Desde cuándo hay dos precios, uno de local y otro de visitante? El otro explica, da vueltas, habla más de lo que tiene que hablar y en eso se le escapa un Mar… El primero lo interrumpe de inmediato: ¡Sin nombres!—le grita. Hace una pausa profunda y respira en medio del silencio—. Mirá que sos viejo en esto, ya tendrías que saber cómo son las cosas… ¿O me vas a decir que es la primera vez? —El otro no responde—. Dejalo ahí —dice el primero—. ¿Arreglaste con los líneas? —La respuesta no le gusta—. ¿Arreglaste o no arreglaste? ¿Cómo que quieren más? Más plata no hay. Y bueno, dale de tu parte. Para mí es lo mismo, un gol es un gol. Un solo precio, viejo. No pueden valer distinto… No señor, off side, penal o un tiro libre para el Pipi, cualquiera que termine gol vale una guita. No importa la forma —El otro habla, justifica, le recuerda algo del verano—. No me hables del verano, te lo pido por favor. ¿Por qué te pensás que no pague´? Me querían cobrar por los nuevos también. ¿Qué culpa tengo yo de que hayan puesto uno de ustedes en cada área? Sí, ya sé que así nos fue pero no exageren, che. No maten a la gallina de los huevos de oro… ¡Sí, jajá! Perdón por lo de gallina. Entiéndanlo, muchachos, la plata es una.
Ahora se fastidia, negociar no lo entretiene como antes. Vos sabés que soy yo el que en breve se va a sentar en Viamonte, ¿no? —El otro le responde que sí—. ¿Y entonces? El otro insiste en que involucrar a un línea es más caro y que no pueden ser todos penales, que la gente no es zonza, que van a empezar a sospechar y que cada dos penales tiene haber alguno de off side. Es lo mismo que te estoy diciendo yo, Beli… El silencio es abrupto. El otro estuvo a punto de decirle: Sin nombres, pero prefirió dejar pasar la oportunidad de la revancha y mantenerse callado. Perdoname —le reconoció el primero—, casi me mando una macana. Todo bien, le dice el otro.
Antes de que me olvide —salta el primero—, escuchame… ¿Para qué me hacen sufrir hasta los treinta del segundo tiempo? Alguna vez piten penal antes del minuto diez… El otro le da una explicación que no lo satisface. Muy fácil decir: Quedate tranqui… Sí, ya vi que lo rajaste al pibe pero después rajaste a uno nuestro… Si querés disimular, disimulá con una amarilla… ¿Cómo que a partir de ahora me van a empezar a cobrar las rojas? Dejate de joder, si nunca me las cobraban. ¿La del Poroto también? —Se fastidia con él mismo porque otra vez casi se le escapa un nombre. Refunfuña y resopla mientras el otro habla—. La ambición de ustedes no tienen límite —le dice cuando por fin se calla—. Van matar el fútbol si siguen así. Creeme, lo van a terminar matando —Mira la hora—. Me llaman del canal —le miente—. Sí, está bien, dale para adelante, si no me dejás opción… ¿Listo? —le pregunta cansado, con ganas de cortar. El otro parece no darse cuenta y le habla. El primero sonríe por única vez durante toda la conversación—. Ya sé que estás por jubilarte y que necesitás buscar nuevos horizontes… ¿Para el Bailan…? ¿Me lo estás diciendo en serio? No, la verdad, no sabía que bailabas… Dejámelo pensar… No sé… Mirá que si te hago entrar ahí me vas a tener que asegurar dos goles por partido y dos rojas para los contrarios… Sí, como mínimo… ¡Jajá! ¿Hablamos la semana que viene? Atenti que se viene el clásico, así que ojo… Dale, querido. Y muchas gracias, de todo corazón te lo digo.

Pablo Pedroso
Buenos Aires 25 de febrero del 2016
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50 - Puntería

La mano, el movimiento de la mano que me pasa cerca, el brazo entero. Como un latigazo. Un zumbido en la oreja, el pestañeo, la sorpresa y la mirada que sigue al proyectil —lo persigue— atada como la cola de un cometa. La pausa es un segundo o menos, o muchísimo más. Barovero, que se había levantado un rato antes, cae al piso y se agarra el cuello. Muchos de los que estamos ahí lo insultan, como hace rato, como cuando voló y sacó ese rebote raro y ahogó un grito de gol que hubiera cambiado todo, como recién cuando Osvaldo se le tiró a los pies y lo barrió y le hizo falta o el otro la exageró y Loustau cobró.
Los que están cerca —los otros— lo felicitan. Qué puntería, flaco. Giro y le veo la sonrisa, la cara de acierto —de idiota— y el orgullo de sentirse felicitado. En la pantalla del estadio brilla una propaganda; mi cabeza, en cambio, pasa en cámara lenta el replay del momento del impacto de la piedra o lo que este flaco orgulloso le haya arrojado. Me concentro en la mano derecha de Loustau: la va a levantar, llevar a la boca, pitar y suspender. No sé por qué se demora si está Barovero con toda la evidencia revolcándose a sus pies. Levantate, artista, le gritan los de más allá. Vuelvo a girar y el idiota con puntería se sigue sonriendo. Tal vez es la inercia del gesto que le quedó. Voy de nuevo a la mano derecha de Loustau, se mantiene ahí, abajo. La otra sube hasta la oreja, hasta el auricular. Ahora le avisan, seguro que ahora le dicen lo que debe estar mostrando la televisión y entonces sí va a levantar la derecha y pitar y suspender. ¿Cómo no le van a avisar? Acá juran que le avisaron del penal de Carlitos. En la tele deben estar reclamando la suspensión del partido. Me arrimo a uno que tiene radio: la voz habla de Osvaldo, de Tévez. Loustau baja la mano izquierda y nada. La derecha sigue tiesa. Iba a decir firme, rígida, pero son palabras que hoy y acá me dan idea de otra cosa. Los policías también se mantienen tiesos, mejor dicho: quietos. En cuanto amaguen a venir hacia acá rajo. Pero no amagan. Barovero se incorpora y hasta el idiota con puntería lo insulta. Los otros que están cerca le festejan lo dicho como antes el piedrazo. Loustau se tapa la boca y le dice algo a Barovero, con la mano derecha floja señala el punto donde Osvaldo cometió la infracción.
El partido se reinicia y todo vuelve a la normalidad.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 24 de enero del 2016
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49 - Coincidencias

La misma marca: Roa, la misma caja de herramientas —ahora oxidada—, el mismo cortafierro, la maza de siempre. La puerta es otra, la casa es otra. La tarde, el día, el técnico, el arquero y todo el equipo también. Silvita dirá que estoy loco por buscar similitudes todo el tiempo, pero no las busco, me llegan. Hoy fui a la ferretería y me crucé con una: me vendieron la misma cerradura que en el ’98. La misma marca quiero decir, una Roa. Después de diecisiete años y dos mudanzas no sé cuántas cerraduras tuve que comprar pero una Roa, nunca, hasta hoy. Aquella vez me pareció una linda coincidencia que se llamara como el arquero de la selección, de Lanús, del Mallorca. Un arquero que cierra el arco, que protege. Buena imagen para una cerradura. Claro, si es que no falla, pero es tan difícil no fallar. El ferretero que me vendió la primera, miró de un lado y del otro la cerradura vieja —últimamente siempre trabada— y sentenció: Ya nadie hace este modelo. Sacó de abajo del mostrador una Roa, afiló la mirada, la comparó con la cerradura que yo había llevado y con una certeza envidiable dijo: Esta es la que va. Pero no fue, aunque yo en ese momento no lo sabía. La compré, volví a casa y me senté a ver el partido contra Holanda mientras la puerta, la cerradura nueva y la caja de herramientas esperaban. Noventa minutos después tuve que darle a la puerta con el cortafierro, duro, para que la Roa al fin entrara. Por supuesto, los golpes sirvieron también para descargar la bronca que me daba haber quedado afuera del mundial luego de que los holandeses nos metieran un gol tras un pase largo y anunciado pero certero cuando solo quedaba un minuto por jugar. Con cada mazazo me acordaba tanto del ferretero como de Bergkamp, Pasarella, el Ratón Ayala o el resto del equipo.
Hoy, esta tarde, otro ferretero, en otro barrio, en otro siglo, también puso sobre el mostrador una nueva caja con una Roa. Me la acercó y de inmediato me acordé de aquel sábado 4 de julio, de aquel partido y del dolor de perder. Y me acordé también, de que hoy jugará la selección el primer partido de las eliminatorias contra Ecuador. Arranca la ilusión rumbo al Mundial de Rusia 2018, anunciaba la propaganda. Le pregunté al ferretero si tenía otra marca y me dijo que sí pero que ninguna otra coincidía. Me quedé en silencio unos segundos pensando justamente en eso, en las coincidencias y las similitudes. Él, al ver que yo dudaba, agarró las dos cerraduras, la Roa y la que yo había llevado, afiló el ojo también y con la certeza calcada del otro ferretero, del de hace diecisiete años— me aseguró: Sí, esta es la que calza.
El mismo verso
—pensé—. Demasiadas coincidencias.
Sin embargo, como si no tuviera otra escapatoria que llegar hasta el final del juego, compré la cerradura y me fui diciendo gracias.
En cuanto salí de la ferretería, mientras caminaba rumbo a casa, supe que no iba a tener otra opción que recurrir una vez más a la maza y al cortafierro. Y así fue, no me equivoqué, la misma maza, el mismo cortafierro. Aunque en esta ocasión resolví el problema con menos golpes y sin la bronca del ’98.
Recién ahora que termino de guardar la herramientas se acerca Silvita, prueba la puerta, prueba la llave y todo funciona de maravillas, tanto que me gano un buen beso. Cenamos temprano. Luego nos sentamos en el sillón frente a la tele para ver el partido de Argentina. Algo habrá notado porque me pregunta: ¿Te pasa algo? No, le digo de inmediato, pero ella me conoce. ¿Te preocupa el partido? No, para nada, le respondo con una sonrisa, como si me hubiera preguntado una ridiculez. La cámara enfoca al Tata Martino que tampoco quiere parecer preocupado. No todo se puede arreglar con una maza y un cortafierro. Arranca el juego. Lo veo a Tévez y en algo me recuerda a Orteguita. ¿Qué hago acá —pienso— mirando este partido si ya sé que van a perder? Silvita me sorprende preguntándome de qué me río, y es cierto, sin darme cuenta me estaba riendo, seguramente de mí mismo. De los comentarios de los periodistas, le miento. Termina el primer tiempo y ella se levanta. Me dice que el partido es muy aburrido. Tiene razón pero no se lo digo. Me da un beso y se va a dormir. Desde la escalera me pregunta: ¿Querés venir a verlo arriba? No, gracias, prefiero acá. Mirá que sos cabulero, me dice. Ojalá fuera solo una cuestión de cábala. Voy hasta la cocina, vuelvo con una copa y la botella de vino. Me siento a esperar lo que ineludiblemente va a pasar. Me olvido de la pelota y me concentro en observar las caras de Pastore, Tévez, Di María, las corridas de siempre de Mascherano. Si él supiera lo que yo sé correría igual, o más tal vez. Eso me emociona. Me sirvo otro poco de vino y le doy un sorbo. Los de amarillo festejan, se abrazan. Si me sonrío es porque ya no miro, porque trato de convencerme de que al menos la cerradura quedó bien.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 10 de octubre del 2015
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48 - Man of the match

Salimos temprano del hotel; el día es lindo, soleado. En bondi atravesamos Central Park y bajamos al final del recorrido, casi en el Riverside Park. Gabi está cada instante más linda. Le queda tan bien Nueva York que me dan ganas de vivir acá, para siempre, con ella. Descubro que me mira orgullosa por cómo me ubico, porque nunca me pierdo ni dudo, pero hago como que no me doy cuenta. Cruzamos al parque, se asombra otra vez con una nueva ardilla y le saca fotos, muchas fotos. En apenas tres días de vacaciones consiguió armar una colección desmesurada de fotos de ardillas. No la apuro ni le digo nada, la mañana es de ella y la tarde mía. Llegamos a una roca enorme, gigante, que sobresale en medio del parque. Me cuenta que ahí, sobre esa piedra, se sentaba Edgar Allan Poe a pensar historias. Yo pienso en el partido de la tarde. Entusiasmada me pide una selfie y acepto. Saca una, dos, tal vez tres: ella, una roca y yo. Retomamos la marcha bajo la sombra fresca de los árboles, más allá, a un costado, está el río Hudson. El camino baja, hace una ese y llegamos a los jardines que Gabi quería visitar. Se emociona, me cuenta otra vez la escena de Meg Ryan entre los lirios y le digo que me acuerdo, pero no me acuerdo. Me muestra un fotograma de la película en la pantalla del celular. Es acá —dice y señala el camino—. Por ahí aparecía Tom Hanks. Nos quedamos quietos un instante pero Tom no aparece. Me pide que le saque fotos, acá, allá y más allá. La sigo con la cámara y disparo cada vez que posa y sonríe como Meg. Cuando agota los ángulos y las flores salimos del parque. La llevo hasta la calle 89. ¿Es acá? Sí, le digo. Mira el frente de la casa y se vuelve a emocionar. Sube la escalera de piedra, toca la puerta de madera —casi como una caricia—, gira, se para frente al barrio como si fuera Meg Ryan en la película, luego baja y me abraza. Cuando me suelta larga un suspiro, me fijo en sus ojos, los tiene vidriosos. Me cuenta que Meg Ryan bajaba por esta escalera y caminaba hasta el Riverside Park. Ella estuvo en este mismo lugar, ¿entendés? Sí, le digo. Me pide otra selfie: Gabi, una escalera y yo. Mira la escalera y la puerta de la casa. ¿Seguro que es esta la casa? Sí, le digo como si realmente estuviera seguro pero no lo estoy. Son todas tan parecidas. Miro la hora y le aviso que deberíamos estar saliendo para el Yankee Stadium. ¿Vamos en subte? En metro, la corrijo. Mientras caminamos hasta la estación, Gabi me abraza y me da un beso. Gracias. ¿Por qué? Por traerme hasta acá, por hacerme pata. Vos ahora me vas a hacer pata yendo al partido de fútbol. De soccer, me corrige.
Ir en subte a la cancha es raro. Sigo a los de camiseta celeste. Ves —le digo—, es casi la misma camiseta del Manchester City. Asiente con la cabeza. Pero estos son New York City. Sí, me dice como si entendiera. Le cuento que es un club nuevo y me pregunta contra quién jugamos. Me gusta eso de “jugamos”. Ni me fijé —le digo—, yo vengo a ver a Pirlo. Es un italiano —le aclaro—. A Pirlo, a Lampard y a David Villa. ¿Sabés lo que es eso, los tres en el mismo equipo? Un italiano, un inglés y un español, como la selección de Europa. Qué me importa contra quienes jugamos.
Bajamos del subte. Seguimos a los de celeste. La mayoría tiene la camiseta de Pirlo, algunos la de Villa. De algún lado aparecen dos de amarillo, amarillo y algo de negro. Los de celeste ni los miran. Me fijo en el escudo de uno, son del Columbus. Le cuento a Gabi y le digo que en ese equipo jugó el mellizo Barros Schelotto. ¿Cuál?, me pregunta como si le interesara. El bueno. Salimos de la estación del subte y ahí está el Yankee Stadium. Buscamos la boletería. Todo es tan organizado que no parece un partido de fútbol. Llegamos a la ventanilla y, para que quede claro, le digo al vendedor tres veces Cheapest*. Cuestan el doble de lo que esperaba. La miro a Gabi como buscando apoyo y me responde con un gesto que claramente dice: Es un tema tuyo, un capricho tuyo. Pienso en Pirlo y no dudo más. Two tickets, please**. Pasamos el control y entramos al estadio como quien entra a un shopping, dejamos el circo y los negocios atrás y desembocamos en el anillo principal. Los jugadores están en la cancha haciendo ejercicios de calentamiento. Me gana la euforia, le suelto la mano a Gabi y corro hasta la baranda. Ahí está —le digo y le señalo al único que tiene pechera en lugar de camiseta celeste—, ese es Pirlo. Me pregunta si jugará, tengo la misma duda pero le digo que sí, que juega seguro. Los otros jugadores corren y él patea pelotas. La cancha está bastante llena. Saco fotos de los jugadores, del estadio, de la gente. Los dos equipos marchan rumbo a los vestuarios. Gabi se distrae con cada bandeja de comida que pasa cerca. Le pregunto que quiere y me dice: No sé. Voy compro dos panchos, unas papas y gaseosas. Por la misma plata podríamos haber almorzado como unos duques en uno de los boliches pitucos que tanto le gustan. Llego con la comida en el momento que anuncian la formación de los equipos, juegan Pirlo, Lampard y Villa. ¡Vamos todavía! Del Columbus no conozco a nadie hasta que la voz del estadio nombra a Federico Higuaín de una forma extraña, como si el acento estuviera en la letra a: Higuáin. ¿Es el Pipita?, me pregunta Gabi. No, el hermano, este es el choto, el que jugó en Chicago. Yo soy de Chicago, dice como si no hubiera dicho algo sin importancia. La miro pero no parece que me estuviera cargando. ¿Desde cuándo? ¡Puf!, exclama y hace un gesto. ¿Vos no eras de Independiente, por tu abuelo? Sí, pero también soy de Chicago. No podés —le digo— ¿Cómo alguien es de dos equipos? Tuve un novio de Chicago, me dice como si tampoco fuera importante. Me descoloca. La fanfarria interminable que tocan los de la banda del City dejó de parecerme divertida. Cuesta pensar con tanto ruido. ¿Cuándo tuvo un novio de Chicago? Tengo ganas de preguntarle eso y mucho más, sin embargo, me contengo. ¿Sabías que David Villa jugó con Messi en el Barcelona? No, me dice y le da un mordisco al pancho. Los de la banda siguen tocando. Gabi —la ex de uno de Chicago— festeja, aplaude; ni se entera de que la miro. Además de linda ahora parece inalcanzable. Salen los equipos a la cancha. Lo enfocan a Pirlo, sí, pero también a Higuaín. La miro y Gabi sonríe pero no sé si sonríe por Higuaín o ya estaba sonriendo por otra cosa. Ese es Higuaín, le digo. Si, ahora me acuerdo. Sabés lo que debe ser para este muerto —interrumpo sus pensamientos— enfrentar a jugadores de verdad como Lampard, Villa o Pirlo… No me contesta. Todos se ponen de pie, nosotros también. Una negra con blazer azul se para en medio del campo y canta el himno americano. ¿Qué pensarán Villa, Pirlo y Lampard? Por fin empieza el partido. Cada vez que la toca Pirlo, la gente aplaude. Un pase bien, dos bien, tres. El Columbus está parado de contra. No me gustan los equipos que juegan de contra, le digo. Ella asiente con la cabeza mientras come una papa. Es linda hasta en los detalles. El City se pierde un gol y enseguida otro; juegan como si estuviera confirmado que van a hacer catorce goles. Se escapa un negro del Columbus, con nada arma barullo en la defensa del City y consigue un córner. Centro al corazón del área, cabecea Higuaín, gol. Veo la repetición en la pantalla del estadio, el que marcaba a Higuaín y lo largó era Pirlo. Gabi festeja, Higuaín también. Mirá que es petiso y metió un gol de cabeza, comenta Gabi. La voz del estadio vuelve a decir Higuáin. La banda del City arranca con una nueva fanfarria que dura segundos. El City vuelve a tomar la pelota, Pirlo, Lampard, algunos pases buenos pero nada de magia. El fútbol, por más que me pese, lo pone Higuaín, juega y hace jugar. A uno del City se le ocurre patear desde afuera del área y la pelota termina adentro. Lo grito como si hubiera sido un gol de Gareca o del Turu Flores. Gabi me mira. ¡Gol!, vuelvo a gritar subrayando el grito anterior. Pirlo viene a patear un córner desde esta esquina, los que estamos en este sector lo aplaudimos. Preparo la cámara. REC. Nada, la saca uno de ellos. Jugada de Higuaín, casi gol. Nuestra defensa es todo menos defensa. Villa vuelve a pifiar una chance clara. ¡Uh!, grito para sentir que estoy en una cancha. Los hinchas de celeste lo aplauden.
Fin del primer tiempo.
Gabi se levanta. Voy al baño y a dar una vuelta —me dice—, a despabilarme un poco. Un aire frío —como si hubieran abierto una puerta que conecta con Alaska— me invade y me quita el habla. La veo irse. Tengo miedo de que no vuelva más, sin embargo, no me sale otra cosa que quedarme atornillado en la butaca. Miro a mi alrededor, a nadie más le pasa lo mismo. La gente saca fotos, come o va a buscar más comida. No encuentro una sola charla de fútbol, nadie parece preocupado. Solo hay gente sonriente que se mueve de un lado al otro con bandejas con comida en las manos.
Por los aplausos y las fanfarrias me doy cuenta de que los jugadores vuelven al campo de juego. Yo estoy de espaldas a la cancha tratando de adivinar cuál de todas las siluetas que se acercan es Gabi. Por ahora ninguna. La voz del estadio anuncia el comienzo de la segunda etapa. Ahí viene ella, le hago una seña. No tiene apuro. Muchos yanquis tampoco, caminan a sus lugares como si lo bueno estuviera por venir. Giro hacia el partido. Gabi se sienta. ¿Te perdiste? No —me dice—, di unas vueltas. Por un momento sospecho que lo está haciendo a propósito, que está aburrida, que busca hacerse la linda, que sólo fue al baño, que no le importa demasiado quién es Higuaín, que nunca tuvo un novio de Chicago, que para ella todo es un juego, que cada una de sus respuestas, cada gesto y cada tic forman parte de un plan maestro para enamorarme aún más. Si es eso lo está logrando. Según el reloj de la pantalla del estadio van cinco minutos y todavía no pasó nada. La pelota casi no le llega a Pirlo, tampoco a Lampard. Villa está allá, lejos. Lo veo por la pantalla. ¿Será realmente David Villa? No jugaba así. Mejor dicho: jugaba. Higuaín sigue siendo la manija de los amarillos. La cabeza de Gabi se apoya sobre mi hombro, suave. No puedo verle los ojos así que la imagino dormida. Me quedo quieto. Que pasen unos minutos para después despertarla con un beso y ser su príncipe; que sueñe conmigo y no con nadie de Chicago. Lampard afuera, entra un XX. Nada cambia. Los celestes perdieron la pelota pero nadie les dice nada, ni el técnico, ni la gente. Pirlo va a patear otro córner como quien va a buscar una fruta a la heladera. Los que están cerca lo aplauden. Nadie chifla. La cabeza de Gabi pesa. Gol del Columbus, esta vez no fue Higuaín. Ella se despierta. La sorprendo con un beso profundo que le hace poner las mejillas rojas. Se sonríe, incómoda. ¡Epa! —dice— ¿Qué pasó? Nada. Mira la pantalla. ¿Cómo nada? ¿2 a 1? Sí —le digo—, recién. ¿Otra vez Higuaín? No, otro desconocido. Se sonríe. Higuaín no es un desconocido. Sigo con el partido, el cuarto hombre levanta el cartel: sale Pirlo. Me paro y lo aplaudo. Nadie sabe que lo hago por el otro Pirlo, el de verdad, el que vi en montones de partidos por la tele.
Entra un jugador que no conozco. Me siento y miro la hora. ¿Ya te querés ir?, me pregunta Gabi. ¿A qué hora tenemos la reserva para la cena?, le pregunto yo. A las ocho, ¿qué hora es? Las cinco y media, le digo. Estamos con tiempo, me dice. Claro, por eso. Me mira y se ríe. ¿Qué, querés pasar por el hotel? Sí, le digo. Te morís por una revancha, ¿no?. Vuelvo a mirar el reloj. Vamos, le digo serio y me levanto. Ella se ríe otra vez. Me encanta el sonido de su risa. Al menos reconocé que Higuaín fue el Man of the match. Se pone de pie, salimos, la agarro de la mano como si no quisiera soltarla nunca. Este fue un partidito —le digo—, el que importa es el que está por venir.





*Cheapest: las más baratas
**Two tickets, please

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 6 de setiembre de 2015
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47 - Vendetta

Apenas pisa el verde me doy cuenta de que es un tano fanfarrón, tal cual me lo había imaginado. Encabeza el grupo como si el equipo fuera sólo él. Los demás giran para agradecer los aplausos que vienen de los pocos chinos que hay en las tribunas. Él, en cambio, corre hasta el círculo central, pica en el lugar, se mueve, trota, acelera y hace lo imposible para que veamos que mantiene un buen estado físico. Después del último pique resopla y recién entonces se acerca a saludarnos. A los primeros que les estrecha la mano es a la terna arbitral. Me resulta tan previsible su elección que casi largo una carcajada. Primero un línea, luego el otro y por último el réferi —un chinito bajo con un flequillo robado de algún escobillón— que no le larga la mano y lo mira con un orgullo exagerado, como si Rizzoli fuera el Papa, Superman o una mezcla de los dos. Con un codazo accidental lo despierto de su enamoramiento. Me disculpo con el chinito, avanzo otro paso como si yo también estuviera emocionado y extiendo la mano. Nicola Rizzoli me mira con una sonrisa que indefectiblemente me resulta falsa. La misma con la que habrá saludado a Messi, al Pipita y al resto de los muchachos en Brasil. Me contengo. Cuando baja la vista y descubre mi mano enguantada, da un paso para atrás, exclama: ¡Portiere, il guanti!, y lanza una carcajada para invitar al resto a que se rían. Algunos lo hacen, él se mantiene inmóvil. Me quito el guante derecho y entonces sí, Rizzoli replica su sonrisa artificial y me estrecha la mano, una mano fofa y sin gracia que estrujo con la firmeza justa capaz de disfrazar el odio de orgullo. Un minuto después alguien da la orden y los dos equipos nos alineamos frente al palco. Por mi cabeza pasan mil cosas. Trato de concentrarme en los rostros que nos miran desde las plateas, la crème de la crème del referato mundial: Pierluigi Colina; Howard Weeb; Elizondo; Karoly Palotái, el húngaro que refereó nada más y nada menos que en tres mundiales; el uruguayo Larrionda; Medina Cantalejo; Archundia (que se sigue jactando de ser el que más partidos dirigió en mundiales a pesar de que ninguno fue un partido importante); Marcus Merk; Arppi Filho, réferi en la final del ‘86 (¡qué viejo está!); el marroquí de la final del ‘98 y un par más que tampoco recuerdo los nombres. El resto, la caras nuevas de FIFA.
Busco pero el otro que quiero encontrar no está.
Suena el himno de la FIFA. Los chinos de las tribunas aplauden. Habría que aplaudirlos a ellos por pagar una entrada para ver un partido entre réferis. Un cameraman recorre la alineación del equipo de réferis europeos. Levanto la vista y en la pantalla del estadio veo la carita de Rizzoli que sonríe al lado del millonario Jonas Eriksson que va de arquero, como yo. Ahora la cámara nos enfoca a nosotros, los réferis sudamericanos, todos metemos panza. La toma termina en los árbitros locales que van a dirigir el partido. En cuanto la TV enfoca al chinito referí, el público lo ovaciona, él da un paso hacia adelante y saluda. A todos nos resulta gracioso menos al cuarto hombre, el japonés Nishimura, que está más serio que cuando cobró penal por el piletazo de Fred en el mundial pasado.
Llega el momento del saludo Fair Play. Van pasando. Ahí viene. Rizzoli saluda a uno, a otro y a otro. Me apuro, me calzo el guante y le extiendo la mano. Ahora vas a tener que guardarte la cábala. Él se sorprende e intenta esquivarla, por un instante se pone serio pero de inmediato, tal vez al saber que tiene la cámara cerca, recupera la sonrisa, me da una palmada rápida en el hombro y me deja pagando. Debo estar rojo de la bronca pero me la guardo, tengo que comportarme todavía. El último de los europeos es el romano. Parece nervioso. Me saluda casi sin mirarme. No disimules que es peor, intento decirle con la mirada, pero es en vano, él enfoca para cualquier lado. ¿No se echará para atrás, este? Voy al arco sin quitarle los ojos de encima, él me ignora con la seguridad que le brinda la distancia. Por lo menos se para de cuatro, como habíamos quedado. El chinito con flequillo de escobillón da el pitazo inicial y arranca el partido, como todo amistoso los primeros minutos parecen de un partido de verdad. Cada vez que puedo lo miro al romano pero él, como si yo no existiera. Los suyos corren mucho más que los nuestros. Sandro Ricci y el otro brazuca las pierden todas, son tan malos que no parecen brasileros. Dan ganas de pedirles el pasaporte. El que sí la mueve es el turco Cakir. Quién lo hubiera dicho. Rizzoli es un morfón, insiste con pasarlo al paraguayo que no le da ni un centímetro de ventaja. Me arrepiento de no haberlo apalabrado, si Rizzoli no lo pasa en toda la noche estaré sonado. El otro marcador central, el ecuatoriano, tampoco se mueve del área. Con estos dos tan cerca y tan celosos va a ser complicado. La ubicación de los jugadores me hace transpirar más que el partido. Cakir prueba desde afuera, sé que pasa lejos pero yo me tiro igual. El disparo lejano del turco o mi revolcada hace que los chinos de la tribuna aplaudan. Esta gente aplaude cualquier cosa. El romano sigue clavado allá, cerca del área. Va para un costado y el otro pero no avanza. Parece un defensor de metegol. Los minutos pasan y tampoco me mira. El paraguayo pifia una y le queda servida a Rizzoli que encara hacia el arco. La adelanta con la izquierda y la pelota se le va un poco larga. Salgo. Si corro, llego. Yo lo sé, él lo sabe. Si voy con todo, lo parto; con pelota y todo, fácil, lo parto, pero me freno. Esta no es la jugada. Cuando llego, Rizzoli ya está ahí. Me la pica por arriba y sale a festejarlo. No espera ni que la bocha toque la red para gritarlo. Me levanto y me sacudo. Los europeos se abrazan mientras algunos de los nuestros me miran con ganas de algún reclamo. Por los parlantes, una locutora china dice algo que entienden sólo ellos. Los de la tribuna aplauden. En la pantalla gigante muestran mi salida desastrosa y el gol en cámara lenta. La china imposta la voz y, en el mejor estilo de presentador de box yanqui, dice: ¡Rizzzzzoli! Un primer plano ralentado del grito furioso de gol del tano aparece en la pantalla. Me olvido de todo y me concentro en lo importante, con la mirada lo busco al romano. Debe sentir culpa porque ahora sí me enfoca. Le hago el gesto. Por las dudas se lo repito. No quiero perder más tiempo; sé que como todo amistoso en el entretiempo se van a venir los cambios y yo, después de este gol, soy una fija. Mientras sacamos del medio me los apalabro al ecuatoriano y al paraguayo para que marquen unos metros más adelante. Desconfían pero la culpa por la derrota los hace avanzar unos pasos. Cuando siento que retroceden les grito: ¡Para adelante, para adelante! El romano recibe la pelota y me mira. Yo no pestañeo, ruego con que la memoria le proyecte por centésima vez la película de aquella tarde del 2009 en que Rizzoli, por una zambullida aparatosa y ridícula de Altobelli, cobró un penal inexistente e indefendible, y el partido Roma - Inter, en San Ciro, terminó empatado 3 a 3. Parece que mis ruegos surten efecto, el romano se perfila como Zabaleta y lanza la bola. Rizzoli le gana la espalda al paraguayo. Mientras la pelota está en el aire, viaja, pienso en el tiempo que hace que vengo entrenando para dar este salto. Rizzoli corre mirando la pelota, calculando la trayectoria, ni se fija en mí porque para él no existo. Pisa el área. La bocha se acerca. Salgo, preparo el puño, salto, vuelo. Estoy en el aire y soy feliz. Rizzoli ni se entera. Puñetazo a la pelota, caderazo, rodilla. Todo al mismo tiempo. Casi un calco de Neuer. El tano cae, rueda y grita. Casi un calco del Pipita Higuaín. Los chinos de las tribunas se paran y también algo gritan. Escucho rotundo el silbato del árbitro pero a mí me importa ver qué hace Rizzoli. Se levanta enfurecido: ¡Penalty —grita desaforado, señalando el centro del área—, penalty! El chinito con flequillo de escobillón se me para delante y me estampa una amarilla. Rizzoli lo aplaude y el público otra vez aplaude. Rizzoli me mira y no entiende mi sonrisa. Ve que estoy clavado observando las imágenes de la pantalla gigante y se desinfla. Ve la repetición de la jugada y la cara se le transforma. Ve su reclamo ralentado, su boca gritando: ¡Penalty!, hilos de saliva, furia y los ojos desorbitados. Ve al árbitro marcando el punto de los doce pasos, ve sus propios aplausos y siente pánico. Corre y frena al chinito antes de que pueda acomodar la pelota sobre el punto de cal blanca. Algo le dice pero el otro lo mira extrañado. Rizzoli se agarra la cabeza y gesticula como buen tano, le dice que no con el dedo y con la cabeza, insiste, pero el chinito parece no entender. Rizzoli lo toma de un brazo y le indica el lugar donde recibió mi embestida, me señala. El chinito le pide que lo suelte pero Rizzoli lo quiere arrastrar consigo hasta donde estoy yo. El chinito se niega y ofuscado le muestra la tarjeta amarilla. Rizzoli se enoja y lo zamarrea. El chinito lo agarra de la muñeca y se la retuerce con un movimiento rápido de yudo o alguna otra arte marcial. Rizzoli cae de rodillas, el chinito lo suelta y le muestra la roja. Rizzoli levanta la vista como buscando el cielo pero se encuentra con la pantalla del estadio que proyecta los gestos serios y preocupados de la  crème de la crème del referato mundial y de las autoridades de FIFA. Entran el lineman y algunos compañeros del banco de suplentes, intentan sacarlo y, por un segundo, Rizzoli se niega, luego, abatido, se deja llevar. Cuando pasan cerca le digo: ¡Penalazo, Rizzoli! ¡El de Neuer a Higuaín fue un penalazo! Mascalzone, murmura sin levantar la vista. ¡Y vos le cobraste falta al Pipita!…, le grito, pero él hace como que no me escucha. Ya no importa. La final contra Alemania ya fue jugada y el partido de hoy también. Miro el palco por última vez y me parece verlo a Codesal. Lo señalo, le apunto con el dedo enguantado. Luego, giro y camino hacia el arco. En el área, el turco Cakir acomoda la pelota. Tampoco me importa, sólo pienso en la próxima vendetta.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 1 de agosto del 2015.
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40 - Camino a la final

Apenas Alemania clavó el cuarto se le ocurrió la idea. Sacrificio, pensó. En la tele repetían el gol de Klose, los alemanes festejaban —otra vez contra Argentina— mientras Maradona caminaba e intentaba mostrarse serio, entero. Él, en cambio, era una estatua desde el minuto dos; sin reacción, como si se hubiera contagiado de Demichelis, Otamendi y el resto del equipo. Se sintió lejos. Cuando el árbitro pitó el final, él juró que en Brasil la historia iba a ser diferente. Nunca, hasta el gol de Klose, había amagado a viajar. Ni siquiera en sueños.
Este no va a ser un viaje, aclaró como si alguien lo estuviera oyendo. Un segundo después, como para que no quedaran dudas, agregó: Sacrificio.
Apagó la tele, desenchufó la compu, no contestó el teléfono y silenció el celular. Hasta que pase el chubasco, pensó. De inmediato se dio cuenta de que el camino a Brasil se había iniciado. A partir de ese momento no volvería a ver o a escuchar partidos de la selección, ni oficiales ni de los otros. Tampoco podría leer, por más mínima que fuera, información acerca del equipo argentino. Ni siquiera tendría permitido una charla de fútbol con amigos, parientes o conocidos.
Para oficializar el compromiso buscó un almanaque y con un marcador rojo tachó la fecha: 3 de julio. Miró los días que restaban hasta fin de año, pensó en julio de 2014 y lo sintió lejos. Cuatro años es tiempo suficiente para organizar cada detalle, pensó.
A la semana comenzó a entrenar: diez cuadras, veinte, treinta. Un año después usaba el auto sólo para lo esencial. Modificó los horarios, se acostumbró a acostarse temprano para poder levantarse con tiempo como para ir caminando al trabajo. Eran tres horas entre ida y vuelta (al principio un poco más). Día a día anotaba los kilómetros que caminaba y el tiempo que le llevaba recorrer esas distancias. Sobre la mesa de luz se le iban amontonando libretas repletas de datos y apuntes. 
Cada Semana Santa aprovechaba para ensayar. En la del 2011 caminó treinta y ochos kilómetros y llegó a Escobar. La noche del jueves la pasó en el primer hotelito que encontró cerca de Panamericana. Colgada en una pared de la habitación vio una imagen de Cristo llevando la cruz. A pesar de que era una impresión barata, con el marco torcido y berreta, él, que nunca había sido muy religioso, se emocionó. Las piernas se le doblaron, creyó que por el cansancio, y quedó frente a la imagen, de rodillas. Lloró sin saber si lo hacía por tristeza, alegría o dolor. Más tarde se quedó dormido pensando en el Vía Crucis, en el sacrificio de Cristo y en su decisión de llegar a Brasil en el 2014. El viernes descansó todo el día y el sábado, renovado, caminó de regreso a Buenos Aires.
Al año siguiente se atrevió a más: el Jueves Santo caminó hasta Escobar, pasó la noche en el mismo hotel y en la misma habitación que el año anterior. Al otro día salió muy temprano hacia Zárate, quería atravesar el puente con luz de sol. Fue la primera vez que lo cruzó a pie. La subida le resultó suave y la senda peatonal, angosta; del otro lado del guarda rail los autos pasaban veloces y muy cerca. Al llegar a la parte más alta el viento era demasiado intenso, un par de Scanias sobrecargados hicieron que el puente vibrara, pero él nunca dejó de caminar. Al atardecer, agotado, paró en un recreo sobre la isla Talavera. Consiguió alquilar una cabaña diminuta donde pasó la noche con los pies elevados, apoyados contra la pared. Tenía miedo de que al día siguiente las zapatillas no le entraran. El sábado se dedicó a descansar, a hacer ejercicios de relajación, y a remojarse los pies en el río. El domingo regresó a Buenos Aires en micro. En el 2013 hizo el mismo trayecto: primero Escobar y al día siguiente Zárate. Repitió hotel, habitación y recreo. El sábado cruzó el segundo puente y caminó hasta Ceibas, Entre Ríos. Llegó cómodo y con ganas de andar más, pero desistió, al otro día debía regresar a Buenos Aires. 
Cuando volvió a su casa revisó las libretas con apuntes, hizo cuentas por centésima vez y anotó los nuevos valores que se parecían a todos los anteriores. Velocidad recomendada, cinco kilómetros por hora. Frecuencia, ocho horas diarias repartidas en dos turnos de tres horas y uno de dos, con dos horas de descanso entre turno y turno. Entre paréntesis anotó: 3 + 3 + 2. Ese detalle lo hizo pensar en fútbol y en las discusiones de táctica de los equipos. Extrañaba esas charlas. Se preguntó qué estrategia estaría utilizando Sabella y después de mucho tiempo sintió nostalgia por la celeste y blanca.
Una tarde en el trabajo escuchó en el ascensor que alguien decía: Los mundiales se juegan cada cuatro años para que tengas tiempo de olvidarte de lo mal que jugó tu selección en el mundial anterior. Lo primero que recordó fue el entusiasmo que le habían provocado los equipos de Basile en el ’94, Bielsa en el 2002 y Pekerman en el 2006; luego recordó la dura frustración que sufrió con cada uno. Necesitado de ánimo repasó los partidos de Maradona en el mundial del ’86, pero poco a poco sintió que esos recuerdos le quedaban cada vez más lejanos.
El año 2013 se le pasó volando. Recién en octubre se enteró de que Argentina había terminado primera en las eliminatorias. En diciembre se permitió ver el sorteo del mundial para conocer en qué ciudades jugaría la selección. Cuando los comentaristas opinaban sobre la suerte del equipo nacional, él bajaba el volumen del televisor. 
Conseguir la entrada fue más complejo y más duro que todo el entrenamiento. Le llevó meses concretar la compra. Las idas y vueltas, los intentos sin suerte a través de la página oficial, los escandalosos precios y paquetes que le ofrecían las agencias de viajes autorizadas y las negociaciones con revendedores quedaron atrás. Va a ser plata bien gastada, se repetía cada vez que recordaba el valor que había pagado por un lugar en la final.
En las fiestas pudo aprovechar una promoción y comprar tres pares de las zapatillas que consideraba ideales para su aventura. A mediados de febrero las empezó a ablandar. El último mes fue el más difícil, cargado de dudas y de ansiedad. Cuando le costaba dormir revisaba las cuentas y los apuntes que había acumulado en las libretas o volvía a chequear si la distancia que lo separaba de Río de Janeiro seguía siendo dos mil seiscientos veinte kilómetros. Una de esas noches repitió el cálculo que había hecho tantas veces, dividir la distancia a recorrer por la cantidad de kilómetros que caminaría por día: 2620/40. El resultado era el de siempre, sesenta y cinco días y doce horas. En números redondos, sesenta y seis días. Miró el papel donde había anotado sesenta y seis y algo no le gustó. Revisó cálculos anteriores, se preguntó si le molestaba que hubiera alguna relación con el mundial del ’66 y preocupado volvió a la cama. En la oscuridad de la noche descubrió que tal vez la incomodidad se debía a que sesenta y seis era demasiado parecido al número del diablo. Fue así que decidió adelantar la salida un día, la fecha elegida sería el jueves 8 de mayo.
Esa mañana, bien temprano, sentado sobre el borde de la cama se calzó las zapatillas como si sus pies fueran los de Cenicienta. Desayunó poco. Revisó la mochila. Lo que más llevaba eran medias, todas nuevas, mullidas. Donde le sobraba espacio metía un par. En un iPod Touch había cargado mucha música, la planificación de cada día, los mapas con el itinerario —una larga lista de pueblos, pueblitos y ciudades— y el fixture. Estaba listo. Dejó el celular y no se despidió de nadie. En casi cuatro años nunca había contado lo que pensaba hacer, sentía temor de que alguien fuera capaz de alterar su plan, de boicotearlo, y él no podía permitirse un error. Estaba convencido de que si caminaba rumbo a Río de Janeiro sin saber qué ocurría en el mundial, sin conocer quienes ganaban y quienes perdían, Argentina llegaría a la final. No podía explicar por qué tenía ese convencimiento, era un acto de fe y la fe se tiene, se siente pero no se explica.
Ahora sólo tengo que caminar —dijo—, un pie delante del otro.
Se calzó los auriculares, subió el volumen de la música y salió convencido de que en lugar de emprender un viaje, comenzaba una misión. En cada paso soñaba con una lluvia de papelitos que estaba por llegar. En cada paso se sentía más cerca del Maracaná.
Pablo Pedroso
Buenos Aires, 29 de abril del 2014.
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46 - La historia fue otra

El fútbol no es simple ni sencillo; parece, pero no lo es.
Tan simple parece que todos —creanme que no generalizo ni exagero cuando digo todos— hablan y escriben sobre fútbol sin ahorrar tiempo, sudor, tinta, ni palabras; como si supieran, como si entendieran, como si en sus dichos y en sus textos estuviera la gran verdad. El problema se origina, sospecho, en que cuando éramos chicos y nos encontrábamos en cualquier cancha o potrero alrededor de una pelota, sí era simple y sencillo, tanto que cuando las piernas flaqueaban y se complicaban las cuentas del tanteador alguien gritaba: Gol gana, y todos respetábamos ese grito y recargábamos las energías para entregar lo que no teníamos en la búsqueda de ese ansiado gol que llegaba, para un lado o el otro, a ponerle fin a la tarde noche y certeza al resultado.
Hoy el fútbol es otra cosa, es juego, pasión, competencia, rivalidad, color, bandera, billetes, negocio, política, dominio, poder y religión. Por eso hablamos todos, escribimos todos. Hoy ganar es difícil, hacer un gol es difícil. Mirá a la Argentina en la Copa América, si no. Miralo a Messi, al Kun, al Pipita. Miralo al pobre Mascherano. ¿Alguien puede creer que no merecimos levantar ese trofeo? ¿Que no contábamos con el equipo y las figuras como para hacerlo? ¿Que el cuerpo técnico no estaba capacitado para alcanzar el objetivo? Nadie. ¿Y entonces, qué pasó? Todos —sigo sin exagerar— escribieron y dijeron mil y una razones del llamado fracaso. Acusaron a Messi, a Di María, a Higuaín, a Banega, a Martino, a Mascherano, y hasta al propio Tévez, que casi no jugó, como los grandes culpables, y elaboraron una larga lista de teorías sobre cómo debía haberse jugado la final para que el título de campeón hubiera vuelto a casa después de tantos años. Por supuesto, no es mi intención quitarle méritos a Chile que sí los tuvo, pero todo el que vio ese partido se tendría que haber dado cuenta de que la historia fue otra. Ahora que ya pasaron unos días, que las aguas están un poco más calmas y que empieza a enfriarse la incredulidad de haber visto al Messi más apagado, a Martino sobreactuar como nunca, a Di María volver a lesionarse o al Pipita errar y errar, les pregunto. ¿Nadie sospecha nada? ¿En serio? No me jodan. ¡Es obvio! Y no me vengan con que Messi arruga en las finales porque La Pulga se cansó de ganarlas, ¿o el partido contra Colombia, donde los de amarillo se turnaban para darle murra, no fue una final? Perdías y quedabas afuera, tan afuera como contra Chile, o más. Lo mismo el partido contra Paraguay. ¿O acaso no lo cuentan porque ganamos 6 a 1? Sigan creyendo que hablan de fútbol, sigan. Y hagan de esa charla un deporte mientras la verdad se les escurre entre tanta soberbia y las evidencias se pasean delante de sus ojos, frente tanta ceguera. Porque hay que ser ciego, ciego y necio para creer que Messi jugó así, que no pudo contra el fervor de Gary Medel, que Lavezzi sólo sabe patear bien con la casaca del PSG o que el Kun no pudo ganar una ante una defensa que el mismísimo México B le clavó tres pepas.
No me jodan, insisto.
Parece de cuentito: Chile participó en 36 copas América y nunca la ganó, organizó el torneo en seis oportunidades y solo una vez llegó a la final, en 1955, cuando perdió, precisamente, contra Argentina. Esta ocasión fue la número siete, la de la suerte. Oh, casualidad.
El mundo gira alrededor del fútbol como si fuera nuestro sol —o nuestro dios—, como si nos diera vida, luz, energía, y por eso, cada tanto, nos exige sacrificios.
Imagino entonces que Argentina entró a jugar la final sin la chance de gritar siquiera: Gol gana, porque todo estaba escrito de antemano, desde que designaron la sede para el partido final y decretaron, con idéntica certeza, que el pueblo chileno merecía vivir una alegría en el mismo estadio en el que años atrás sufrió una de las páginas más tristes de su historia, el Estadio Nacional de Santiago, y ya nada más quedaba por hacer que jugar a la pelota de la manera más digna hasta llegar al último minuto de ciento veinte y sacrificarse una vez más en el duelo de los doce pasos, la única manera creíble, apenas creíble, de que Argentina pudiera perder.
Si hasta se le nota la hilacha al redactor de poca inventiva que tuvo que repetir el recurso de lesionar a Di María otra vez porque nadie aceptaría una versión de Argentina derrotada con el Fideo y Messi en una misma cancha. O mandarlo a Martino a hacer mal los cambios a propósito. Obviedad más obviedad, aunque ustedes no lo quieran ver.
Y no digo que el seleccionado argentino no mereció una crítica estricta en varios de los aspectos del juego que mostró durante la copa, claro que no, la mereció sí en la mayoría de los partidos del torneo, en los anteriores; la final, en cambio, y por todo lo dicho, está fuera de análisis.
Quedará para mí un único misterio, saber si fue designación, sorteo o sacrificio. Prefiero imaginar que en la intimidad de un vestuario a puertas cerradas, el Pipita se paró ante todos, le arrebató la pelota a Messi, lo calló a Masche y dijo: Esta vez soy yo.

Pablo Pedroso
Buenos aires, 12 de julio del 2015.
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45 - La noticia de la semana

Fútbol, fútbol, fútbol. Todas las semanas. Todos los días de la semana.
Noticias de fútbol para llenar veinticuatro horas diarias.
Noticias, noticias, noticias.
¿Cuál es “la” noticia de esta semana para vos? ¿Qué River ganó 3 a 0 en Brasil? ¿Que dio vuelta la llave y clasificó a semifinales de la Libertadores? ¿Que el FIFA Gate? ¿Que unos cuantos dirigentes importantes van a dejar de serlo y que van a terminar presos? ¿Que hay argentinos acusados? ¿Que Blatter ganó la reelección? ¿Que al rato nomás no le quedó otra alternativa que presentar la renuncia? ¿Que el golazo de Messi en la final de la Copa del Rey? ¿Que el seleccionado Sub 20 llegó como candidato al Mundial de Nueva Zelanda y quedó afuera en primera ronda sin ganar un solo partido? ¿Que el Ciclón sigue puntero? ¿Que volvió el Payaso Aimar? ¿Que al Tolo, después de apenas quince partidos, lo rajaron de Newell’s? Sí, de Newell’s. ¿Que Messi y el Apache se van a enfrentar en la final de la Champions? ¿Que la Juventus o el Barcelona ganarán la triple corona?
Noticias, noticias, noticias.
Las semanas pasan rápido, vuelan —al ritmo de las noticias— y todo es tan subjetivo.
Una noticia —cualquiera de las anteriores, por ejemplo— tiene un cierto valor propio que, en realidad, desconocemos porque el valor de un noticia es relativo siempre y depende exclusivamente del receptor. Es entonces un valor que varía, que aumenta o decrece de acuerdo a quien recibe la noticia. Uno la convierte en importante o la desecha. Si sos millonario, por supuesto tu noticia de la semana es la goleada de River. Si sos del Rojo, poco te importa, y mucho menos si sos un bicho raro, un excéntrico de esos a los que no les gusta el fútbol. En cambio, si sos dirigente, no hace falta aclarar que tu noticia es el FIFA Gate. Y si sos leproso te va importar más que nada todo lo que esté relacionado con el despido que sufrió el Tolo Gallego. Por lo tanto, si las noticias valen lo que uno quiere, de acuerdo a intereses personalizados, no tengo dudas de que una de las tres grandes noticias de la semana es el triunfo de Vélez ante Boca por 2 a 0. Otra, sin lugar a dudas, es el jugadón del Poroto Cubero que se coló como un nueve letal, sorprendió a muchos y clavó un testazo para perforarle el arco a Orión que, vencido, la tuvo que ir a buscar adentro. Y por último, la tercera gran noticia es el gol de Pavone que sentenció el partido y nos regaló una vez más la imagen de Orión convertido en arquerito, tratando de atajar el aire y nos hizo pensar en días pasados, recordar, cuando personajes macabros cambiaron las reglas del juego, hicieron toda la mula que les permitieron y maniobraron en los escritorios para arrebatarnos nuestro derecho a jugar la Libertadores.
Ahí tienen.
Noticias, noticias, noticiones.
Sin duda son como uno las mira.
Noticias para todos los colores.

Pablo Pedroso
Buenos Aires,11 de junio del 2015.
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44 - Mil revanchas

Apenas terminó el partido, Cachi saltó del sillón…
No. Me corrijo, apenas terminó el partido no, un largo rato después, cuatro minutos dolorosos, mudos e interminables después de que el partido finalizó, Cachi cobró vida, saltó del sillón y rompió el silencio: ¡Nos afanaron!, dijo, gritó. Sí, nos afanaron, confirmó el Colo, y de inmediato volvió a llover una catarata de insultos de todos nosotros contra Rizzoli y Neuer por el penalazo que no le cobraron al Pipa Higuaín.
Horacio apagó la tele en pleno festejo alemán que ninguno de nosotros quiso ver.
Quiero revancha —decía Cachi que no se cansaba de caminar por toda la sala—. Quiero revancha ya.
Tardamos en volver a juntarnos, siempre había una excusa, nos esquivábamos, como si nosotros mismos fuéramos el mal recuerdo, hasta que Cachi se plantó en la casa de cada uno y nos dijo: El miércoles es la revancha. La vemos en casa. Tan serio estaba que sólo le dije: . No me atreví a explicarle que el partido era un amistoso, que nunca iba a ser una revancha, que Argentina podía ganarle a Alemania todos los partidos de acá hasta el último de los días pero que la final de la copa del mundo ya se había jugado y que nunca más se volvería a jugar, que seguramente se jugarán otras finales pero esa, no, y por lo tanto, la revancha no existía.
El miércoles llegué temprano y ya estaban todos, sentados en los mismos lugares. ¿Y si cambiamos? —preguntó el Colo—. La vez pasada la cábala no funcionó. Este partido es otro, aproveché y dije. El partido es siempre el mismo —me respondió Cachi mientras dejaba sobre la mesa un paquete con facturas y una bolsita con bizcochos—, los buenos contra los malos. ¿Y nosotros? —preguntó el Colo en medio de una carcajada— ¿Somos los buenos o los malos? Yo me callé la boca, tuve ganas de explicarle a Cachi que cada partido se jugaba una sola vez, pero él tenía tanta bronca acumulada que no me hubiera entendido. Horacio, que otra vez comandaba el control remoto, cambió de tema con una noticia que sabíamos todos: Vamos sin Messi. Sí, dijimos los demás casi a coro. No importa —agregó—, mi admiración por Lio está herida.
Era evidente que el nocaut de la final del mundial seguía doliendo.
Después de gritar como un desaforado el cuarto gol argentino —el del Fideo Di María— el Colo, con media tortita negra todavía en la boca, se dejó caer satisfecho sobre el sillón y dijo: Vieron, el fútbol siempre te da revancha. Fideo… Fideo… —se lamentaba Horacio—, si hubieras jugado la final ganábamos por goleada. Cachi los miraba en silencio. ¿Qué pasa? —le pregunté— ¿No estás contento? Sí —me respondió—, pero estos cuatro goles no me alcanzan. Claro que no —le dije—, ni cuatro ni ocho. Aquel partido ya fue, vas a tener que pasar por mil revanchas para poder olvidar. Tal vez tengas razón —me reconoció Cachi—, ahora sólo faltan novecientas noventa y nueve.
Pasó casi un año. Durante este tiempo nos juntamos a ver la derrota contra Brasil y el triunfo contra Croacia mientras ansiosos esperamos el premio consuelo que ojalá sea la Copa América. En la tele repiten los goles que hace minutos le metió Messi al Bayern por la Champions. Veo caer a Boateng víctima de la gambeta noqueadora de la Pulga y veo el esfuerzo y el enojo de Neuer que por primera vez en una cancha se siente ridículo.
Suena el teléfono, sé que es él.
Hola, Cachi. Hola, Nene ¿Lo viste?, me pregunta. Por supuesto que lo vi. Cada vez faltan menos, me dice. Sí, le digo. Novecientas noventa y ocho, me dice. Sí, novecientas noventa y ocho, le digo. Que ya van a venir, me dice.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 7 de mayo del 2015.
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43 - Los mellizos Milito

Ellos son los Carpi. Los hermanos Carpi o los mellizos Carpi. Lo aclaro porque todos les dicen los Milito pero no, no se llaman Milito, se llaman Carpi: C, a, r, p, i, Carpi. Le pido disculpas por si parezco enojado pero no estoy enojado, qué voy a estar. A esta altura, lo de la camiseta es historia, ya no me molesta, pero sí me gustaría que no se olvidaran del apellido. Usted me entiende, yo soy el padre. Además es lo único que me queda. Está bien que nunca les hinché con que fueran fanas del cuervo —y ahí tal vez estuvo mi error— fui bueno, los dejé elegir y eligieron otra cosa. No sé qué me habrá pasado por la cabeza en ese entonces, quizás fui un iluso que soñaba que al darles la libertad ellos elegirían defender los colores de uno, pero no, el corazón los llevó para otro lado. Así son las cosas con los chicos: uno sueña, piensa, proyecta pero nunca sabe cuándo se le cruza el destino y le arruina los planes. Si ese domingo me los hubiera llevado a patear la pelota a la plaza, hoy, Diego y Gabriel serían tan cuervos como yo… Me refiero a mis Diego y Gabriel, a los Carpi… Usted me entiende…
Una casualidad lo de los nombres, una terrible casualidad. Yo sé que ahora a la distancia todo parece tener una razón, un motivo pero no en ese momento. Nadie lo hubiera sospechado. Si fui yo el que les dije cuando salieron los Milito a la cancha: Miren, se llaman como ustedes dos y son hermanos: Diego y Gabriel. Pero juega uno en cada equipo. Sí, ya sé, los serví en bandeja. Es que a mí el fútbol me gusta y veo todo lo que puedo, por eso nos quedamos ese domingo y no fuimos a la plaza, porque era un clásico y prometía. 1 a 1 terminó, pero lo único que nos sostuvo frente al televisor los noventa minutos fue la pelea entre los hermanos, los Milito de verdad. De arranque nomás cuando el mayor, el de Racing, salió disparado y le pidió al réferi que lo rajara al hermano por una infracción al Chaco Torres. ¿Viste? — saltó mi Gabriel—. Vigilante como vos, Diego. ¡Para qué! Enseguida se encendió la mecha en casa y mi Diego le daba la razón al de Racing y mi Gabriel al de Independiente y cuanto más se peleaban los otros dos en la cancha, más se peleaban los míos en casa. Yo al principio me reía: Dejalos, le decía a mi mujer hasta que mi Gabi, nuestro Gabi, le gritó el empate al hermano en la cara; ahí me di cuenta de que la cosa iba en serio, demasiado en serio y que ya nada iba a ser como antes.
A la semana, Dieguito fue con sus ahorros —lo acompañó la madre— y se compró la camiseta de la Academia. ¿Vos no eras de San Lorenzo como papá? Ya no, dice mi señora que le respondió Diego y salió del negocio con la camiseta de Racing puesta. No se la sacó por tres días. Imagínese al hermano, la bronca que tenía cuando lo vio llegar, no sabía qué hacer para conseguirse una camiseta del Rojo. Ellos, tan hermanos, tan iguales en todo y tan compinches siempre, ahora se venían a pelear por el fútbol. Y no era por los equipos ni los colores, era por los jugadores, porque a ellos les gustaban los Milito, cada uno el suyo, el enamoramiento con los equipos vino después, mucho después. Pero bueno, como le decía: esa noche, vino Gabi a mi pieza, yo dormía, no sé que hora era. Abro los ojos y me lo encuentro ahí. Papá —me dijo—, quiero trabajar con vos. ¿Trabajar? Yo no entendía nada, dormido estaba. Ocho años tenés, no podés trabajar. Sí que puedo. Si empiezo mañana, ¿cuándo me pagás? Ahí me di cuenta que este solo pensaba en juntar plata para la camiseta. Por supuesto, lo mandé a dormir. Mañana hablamos, le dije pero yo no quería saber nada, ayudarlo era fomentar la rivalidad entre los hermanos. O al menos eso me parecía. No es fácil ser padre… La que aflojó fue mi esposa, ella le dio la plata que le faltaba, lo acompañó hasta el mismo negocio y Gabi volvió a casa luciendo la camiseta de Independiente. Diego, que sabía adónde habían ido, los esperó sentadito en el living con la camiseta de Racing. En cuanto entraron, mi señora los agarró a los dos y les advirtió: Si ustedes se pelean, les quemo las camisetas. Dice que los dos se miraron serios y que ella tuvo que hacer fuerza para no tentarse porque parecían unos muñequitos con las camisetas relucientes. ¿Estamos? —preguntó mi señora para poner un fin y los dos dijeron que sí con la cabeza—. Listo, ahora vayan a jugar y no se olviden de que son hermanos.
La verdad, mi esposa estuvo muy bien y Diego y Gabi cumplieron la promesa. Por supuesto que hubo más de un momento de tensión, como para no haberlo con un hincha del Rojo y otro de la Academia viviendo bajo el mismo techo. ¿Usted sabe lo que fueron estos años desde el 2003 para acá, que uno peleaba el descenso y el otro ganaba la Copa Sudamericana? Por suerte, nunca se olvidaron de que eran hermanos. Esas son las hazañas que solo puede conseguir una madre. También tuvimos momentos de hermandad cuando los dos Milito de verdad jugaron juntos en el Zaragoza, o de nueva rivalidad como cuando se enfrentaron por la semifinal de Champions, uno en el Inter y el otro en el Barcelona.
A esa altura, hacía rato que en el colegio y en el barrio todos los conocían a mis chicos como los mellizos Milito, uno siempre con la camiseta del Rojo y el otro con la de la Acadé. Tanto es así que hay muchos que creen que mis chicos son primos, sobrinos o hasta hermanos de los Milito de verdad, que no saben que se llaman Carpi… Sí, ya sé que se lo dije. Disculpe que insista con lo mismo.
Nosotros somos una familia. Y yo estoy seguro de que Diego sufrió cuando Gabi y el Rojo se fueron a la “B”. Él no lo va a reconocer pero la madre y yo sentimos que Dieguito estuvo triste, por el hermano. Los mellizos son especiales, sabe, tienen una conexión, algo que a los demás nos cuesta entender. Por eso, siempre digo que acá, en esta casa, hicimos fuerza todos para que Independiente volviera a primera, porque fue mi mujer la que de nuevo sacó una promesa de la galera: Si Independiente juega por el ascenso, vos vas a la cancha con tu hermano y hacés fuerza con él, le impuso a Diego. Ah, sí, ¿y él qué va a hacer a cambio? El día que Racing pelee un campeonato —le respondió mi mujer—, Gabi va a ir el último partido con vos a alentar. Claro que Gabi se rió y dijo: El día que Racing… Dale, si total estos muertos nunca pelean nada, y Diego le contestó con alguna cargada hasta que mi señora les ordenó que se callaran y les preguntó: ¿Estamos? Y los dos asintieron con un movimiento de cabeza.
Fue hermoso imaginar que se abrazaron en la cancha de Independiente el día que el Rojo venció a Huracán y volvió a primera. Yo no estuve ahí pero quiero pensar que eso fue lo que pasó. Por eso no voy a la cancha, hay cosas que prefiero imaginar. Mejor me quedó acá y veo los partidos tranquilo, por televisión, la distancia que da la pantalla ayuda a no emocionarse tanto, aunque a veces cuesta, como anoche cuando la cámara enfocó al otro Milito, en el medio de la cancha, con los brazos abiertos y mirando el cielo. Y eso que no soy de Racing y soy del cuervo… Sí ya sé que se lo dije, pero mire cómo me pongo… Y eso que no me quiero emocionar… Durante todo el partido los busqué a mis hijos, no me cansé de buscarlos en las tribunas cuando las cámaras paneaban por el público, pero había tanta gente… Hubiera sido un milagro que los enfocaran en esa multitud. Créame si le digo que no sé si mi Diego y mi Gabi se abrazaron, tal vez sí o tal vez pareció y en realidad, Diego le agarraba las manos para que el otro no cruzara los dedos o no le metiera unos cuernitos ni ninguna de sus cábalas. Pero qué quiere que le diga, yo me los imagino, los veo a los mellizos Carpi fundidos en un abrazo, un abrazo interminable, festejando algo grande, más grande todavía que Racing campeón.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 15 de diciembre del 2014
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42 - ¿Por quién hinchamos?

En 1970 mi viejo vivía en el centro, sobre Lavalle, a metros de la calle Florida, la calle más famosa de Buenos Aires en ese entonces; y a pasos de donde estaban, uno al lado de otro, los cines más importantes de la ciudad. Pasear por Florida y por Lavalle era asombroso. Mi viejo nos venía a buscar a mi hermano y a mí una vez por semana y nos llevaba con él al centro, a ese mundo de cines, librerías, disquerías, calles peatonales, carteles luminosos, galerías, negocios y restaurantes, tan lleno de gente y tan diferente al Ramos Mejía del resto de la semana. No estábamos mucho en la casa de mi viejo, sólo lo necesario, lo mínimo. Temprano solíamos ir a patear alguna pelota al verde más cercano: la plaza Roma, bajando la barranca, del otro lado de Leandro Alem. Y por las tardes, la cita obligada era ir al cine. Recorríamos Lavalle observando los afiches de las películas que empapelaban y coloreaban las dos veredas hasta que encontrábamos cuál iríamos a ver. Muchas veces repetíamos películas. ¡Socorro!, la de Los Beatles, fue una de nuestras favoritas y no nos cansábamos de verla con la misma alegría de la primera vez. Mi hermano, que soñaba ser un Beatle y sí sabía las letras de las canciones —yo inventaba— llevaba la cuenta, como si fuera un logro o una hazaña, de cuántas veces fuimos a verla. Ya no me acuerdo pero la vimos cinco veces, seis o más. Otro de nuestros clásicos era ir al cine Ideal a ver un continuado maravilloso de dibujitos animados donde El Correcaminos (Accelerati incredibilus) y El Coyote (Carnivorous vulgaris) eran los preferidos.
La tarde en cuestión no fuimos a ver una película de Los Beatles ni una de dibujitos animados, vimos fútbol: la película del Mundial del ’70. Es imposible para mí recordar si la película la propusimos nosotros —mi hermano y yo— o fue idea de nuestro viejo. Realmente no importa cómo llegamos ahí pero sí recuerdo que ver el fútbol en color y en pantalla gigante, desde la comodidad de una butaca de cine fue una experiencia sensacional. Entiendan quienes nacieron unos cuantos años más acá que en esos días las teles eran en blanco y negro, con pantallas diminutas y las tribunas de las canchas eran tablones de madera.
Quizás sí entré al cine sabiendo que Brasil había sido el campeón, pero cuando se apagó la luz y los jugadores empezaron a correr y a anotar goles en semejante pantalla, todo fue para mí como si lo viera por primera vez, como si ellos lo estuvieran jugando ahí, en ese único momento, para nosotros, para mí. La única tristeza fue no haber visto a la selección Argentina, me costaba entender que no estuviera en la pantalla, me dolía. Sí me encantaron Uruguay, Italia y Brasil pero ¿por qué no estaba Argentina? ¿Cómo podían estar países como Bulgaria, El Salvador, Marruecos o Israel y no nosotros? No lo entendía y menos entendía la explicación que me daba mi viejo. Imagínense que en ese entonces lo primero que te preguntaba alguien cuando te conocía era tu nombre y, acto seguido, ¿De qué cuadro sos? Porque cuando yo era chico se preguntaba: ¿De qué cuadro?, no ¿de qué equipo? Y vos decías soy de tal y se podían olvidar de tu nombre pero nadie se olvidaba de qué cuadro eras. Entonces, haberme sentado a ver un fútbol hermoso, gigante, en colores y que no estuviera mi cuadro me puso mal.
¿Y nosotros por quién hinchamos?, le pregunté a mi viejo cuando descubrí que no jugaba Argentina. La respuesta fue: Por Perú que fue quien nos eliminó.
No creo que mi viejo recuerde esa respuesta pero a mí siempre me quedó rondando en la cabeza: Hinchar por el que fue mejor que vos, el que te eliminó. Hoy se le podría llamar Fair play a eso, no sé cómo se lo llamaba en los ’70. A mí me lo enseñó mi viejo. Y hubiera sido muy fácil para él decirme: Hinchemos por los de amarillo, porque él sí se sentó en la butaca conociendo el final de la película, sabiendo quién era el héroe, quién festejaba en el final. Sin embargo, eligió lo que eligió. Y eligió bien.

Pablo Pedroso
Buenos Aires,4 de diciembre del 2014.
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41 - Cábala mundial

Las cábalas no se dicen, me enseñó Joaquín. Y tiene razón, porque pierden eficacia, se desgastan. Si las decís, no sos un buen cabulero, las echás a perder. En todo caso, un cabulero de ley no las dice, las confiesa y lo hace recién cuando esas cábalas dejan de serlo, cuando caducan. Porque toda cábala tiene vencimiento, eso es lo lindo. Si fueran eternas, nada tendría gracia. No nos olvidemos que en el fondo —y un poco más acá también— todo es un juego.
Métanselo en la cabeza: las cábalas eternas no existen, no las busquen más porque no hay. Siempre surgirá una contracábala que matará a la nuestra que se había convertido en cábala el día o la tarde o la noche que mató a una cábala contraria u opuesta. La ley de la vida podríamos decir.
El desafío, entonces, es dar con una cábala que se banque una buena racha, y hoy, con este fútbol devaluado, sólo podemos aspirar a una vida útil de un torneo, cuando antes le apuntábamos a dos.
No me siento cómodo con las cábalas elaboradas o complejas, hasta en eso prefiero la simplicidad. Tal es así que una de mis mejores cábalas fue muy sencilla: un gorrito de Vélez, tipo Piluso que compré un domingo de 1993 en la puerta de la cancha. Lo compré casi de casualidad, sin pretensión. Me lo puse, ganamos y se quedó. No importaba si estaba en remera, jean o traje. Desde ese domingo todo podía cambiar, pero el gorrito, no. Cinco años estuvo conmigo: salió campeón del Clausura 93, Libertadores 94, Intercontinental 94 (en pijama y con el gorrito puesto viendo el partido por televisión), Apertura 95, Interamericana 96, Clausura 96, Supercopa 96, Recopa Sudamericana 97 y Clausura 98. ¿Qué más se le puede pedir a un gorrito de veinte pesos? Transparente parecía en los últimos partidos. Todavía lo tengo, claro está, guardado como una reliquia y con todos los honores en un cajón del placard junto a otros recuerdos, junto a restos de otras cábalas. Tan bueno fue ese gorrito que nunca me atreví a comprar otro, seguramente por respeto.
Después probé con un anillo plateado y con el escudo de Vélez que mucho no sirvió, al menos para lo que yo quería, porque sí, es cierto que tenía un poder, pero meteorológico, no futbolístico. Créanme. Iba a la cancha a ver a Vélez en un día horrible, me ponía el anillo y Vélez no ganaba, pero dejaba de llover o salía el sol. Se los juro, en eso no fallaba, era capaz de cortar el más terrible aguacero. Lo usé medio torneo, insistí  hasta que me cansé y lo guardé para utilizarlo exclusivamente en vacaciones o en alguna salida a pescar.
Encontrar una buena cábala no es fácil. No todos los días se alinean los planetas y de la nada aparece una solución. Ojo que tampoco hay que pasarse la vida probando y descartando cábalas como si nada. Hay que saber aguantar. Muchas te ponen a prueba, y si te ven dudar, chau, te largan en banda. Créanme: toda buena cábala necesita una cuota importante de fe. Si no tienen fe, ninguna funciona.
Esta vez yo tuve fe. Nunca me había pasado con Argentina, nunca tuve la suerte de encontrar una cábala que me sirviera para los partidos de la selección. Si Argentina ganaba o perdía, yo nada tenía que ver. Ojo, llevo cuatro finales disputadas en mundiales de fútbol, no me puedo quejar, pero con la Argentina sólo pude ser un espectador. Alguna vez la historia tenía que cambiar.
Tal vez a ustedes les pasó lo mismo, o no, pero a mí el mundial se me vino encima. Terminó el verano y las vacaciones y junio apareció de repente, como si alguien hubiera borrado del almanaque marzo, abril y mayo. Abrí los ojos un domingo y me encontré que era el día del padre y el debut de la selección. Me senté en la cama, medio dormido, pensando en qué cornos me ponía cuando apareció la cábala. No iba a ser un gorrito de Argentina, ni una pulsera exclusiva o unos calzoncillos estrafalarios. No. Sentí que necesitaba algo más poderoso que una simple prenda y elegí un vestuario, un vestuario completo: calzado, medias, calzoncillo, pantalón, cinturón, etc. Todo lo que me pondría para ver el primer partido de Argentina —la pilcha con la que “saldría a la cancha”— sería la gran cábala.
Elegí un jean que me gustaba; buenas zapatillas; medias blancas casi nuevas; calzones boxer gris, cómodos; mi cinturón favorito; una remera gris topo, térmica y de mangas largas a estrenar; y un saco de lana, oscuro, abrigado, con bolsillos, cierre y cuello alto. Preferí arrancar preparado para el frío
Una de las tres reglas que acaba de establecer dejaba bien claro que en ningún momento podría agregar una nueva prenda o quitar alguna de las establecidas originalmente (por eso el abrigo, prefería sufrir el calor antes que el frío). La segunda indicaba que ninguna de las prendas utilizadas iba a poder lavarse mientras durara el campeonato. Quiere decir que si llegábamos al ansiado séptimo partido yo habría usado toda esa ropa (incluso ese único par de medias y esos calzoncillos) durante siete días sin que pasaran siquiera cerca de un lavarropas. Y la tercera regla exigía que desde el minuto cero del primer partido las ropas seleccionadas no podrían ser utilizadas ningún otro día y en ninguna otra situación que no fuera para presenciar un partido de la selección nacional. En otras palabras, la ropa elegida acababa de firmar un contrato de exclusividad.
Reglas son reglas.
Ese domingo le ganamos a Bosnia 2 a 1. A la noche, antes de acostarme hice lo que nunca: me saqué la ropa, la doblé y ordenadamente la guardé en el placard. Las medias quedaron escondidas dentro de las zapatillas y los calzones en el fondo del cajón de la ropa interior. Lo importante era que en ningún momento, Silvia manoteara alguna de mis prendas y la mandara, como suele hacer cada mañana, al canasto de la ropa sucia.
El sábado 21 fue el partido contra Irán. Ni Silvia ni Joaquín se dieron cuenta de que me puse el mismo vestuario que en el partido contra Bosnia. Ganamos 1 a 0 en el final así que la cábala se mantenía. El miércoles contra Nigeria alargamos la racha ganadora: 3 a 2. Como las noches anteriores guardé la “indumentaria mundialista” y me fui a dormir. El martes 1 de julio nos tocaba Suiza por octavos de final, ahora los partidos eran a morir. Y casi nos morimos de un infarto. Pero en el minuto 118, Angelito Di María clavó un gol que nos devolvió el corazón a todos.
La próxima posta era el sábado 5 contra Bélgica, cuartos de final. Me levanté temprano. En la tele remarcaban que esta era la instancia que hacía rato no pasábamos: veinticuatro años. Cuando me fui a vestir descubrí que algo había cambiado. Estaban la remera térmica gris, el jean, las zapatillas con las medias, el saco de lana y el cinturón, pero faltaban los calzones. Revolví el cajón, busqué en otro rincón posible pero no aparecían. Para colmo, estaba impedido de preguntarle Silvia, que es la única que encuentra y sabe dónde está todo en esta casa. Inmediatamente ella me hubiera dicho que me pusiera otros calzoncillos. O peor, me hubiera preguntado qué tenían de especial esos calzones y se me habría notado la mentira.
Me quedé un rato intentando tomar un decisión: o iba sin calzones o me ponía otros, grises y boxer idénticos a los originales. En ese momento, en la tele, un cronista confirmaba que en Argentina entraban Demichelis por Fernández y Biglia por Gago. La noticia la sentí como una señal, si Argentina cambiaba yo también podía hacer una leve modificación: unos calzoncillos por otros.
Gracias a dios la cábala siguió funcionando: gol del Pipita en el arranque.
Y ojo que también funcionaron los cambios, Argentina jugó mejor.
Esa noche no me dejé llevar por la euforia de haber pasado a semifinales y me ocupé con suma atención de guardar y acomodar la ropa para que no volviera a tener un sobresalto como el que tuve esa misma mañana.
El partido siguiente cayó miércoles, era 9 de julio y feriado. Para muchos fue una señal de que pasábamos. Imaginate, defender los colores de la camiseta en tierra hostil, el día de la mayor fecha patria, te pide a gritos un triunfo heroico.
Yo ese día ya me sentía satisfecho, cualquier resultado me parecía bueno. Si ganábamos, la próxima parada era la final; si perdíamos, nos tocaría luchar por el tercer puesto contra Brasil. Ninguna opción era mala de verdad. Esa especie de tranquilidad me permitió distraerme con pavadas, por ejemplo, con no entender cómo, ni Silvia ni Joaquín se habían dado cuenta todavía de que yo usaba por sexta vez consecutiva la misma ropa que en los partidos anteriores. Por un lado la situación me causaba gracia pero por otro me preocupaba, de alguna manera la realidad indicaba que ninguno de los dos me miraba. Silvia, vaya y pase, llevamos demasiados años de casados. Pero me llamaba la atención que Joaquín, mi hijo, que tiene el ojo entrenado y detecta si Argentina cambia de color de medias o de pantalón, que conoce las marcas y los diseños de todos los equipos mundialistas desde el 2006 para acá, no hubiera notado mi clara repetición.
Los miré, el partido no empezaba todavía y ellos dos permanecían allá, en la otra punta de la sala, como si no quisieran interrumpirme y con los ojos clavados en el televisor. No importa que no se den cuenta—pensé—, los prefiero así concentrados y haciendo fuerza por la selección.
Por supuesto, arrancó el partido y todos esos pensamientos desaparecieron por completo de mi cabeza. Con el primer pelotazo cada una de mis neuronas se concentró de manera absoluta en fútbol, desde el minuto cero, hasta los noventa, los treinta de alargue y en la definición por penales también.
¿Hablé de heroísmo un poco antes? Bueno, fue el turno de Romerito que voló más que Superman, tapó dos penales y puso a Argentina en la final.
Esa noche, los corazones de todos los argentinos latían como hacía rato no latían. Esa noche, nadie necesitaba acostarse para soñar. Con una sonrisa de agradecimiento guardé en los lugares de siempre mi ropa de batalla. Por más esmero que puse en tratar de alisar las arrugas y los pliegues que se fueron acumulando durante seis puestas (seis partidos), nadie podría llegar a creer que esas prendas estaban limpias y planchadas. La camiseta había perdido la forma original, el jean tenía dos acordeones a la altura de las rodillas y las medias marcaban de una manera exagerada las siluetas de mis pies. Era imposible no darse cuenta de qué media correspondía a qué pie.
Me acosté feliz por el triunfo, orgulloso de formar parte de ese momento grande la historia del fútbol argentino. Un rato más tarde me dormí preguntándome qué haría con cada una de esas prendas si ganábamos el domingo. Casi que se convertirían en símbolos patrios, pensé.
El domingo no tardó en llegar. Me desperté temprano, demasiado temprano. A las siete ya estaba fuera de la cama y el partido arrancaría recién a las cuatro de la tarde. Me esperaban nueve horas de las interminables —algo así como veintiséis o veintiocho de las normales— para vivir y sentir en todo el cuerpo los últimos noventa minutos de mundial. Después de ese domingo, a esperar cuatro años más.
Ocupé el tiempo con cualquier cosa: barrí las hojas del patio, cosa que nunca había hecho en veinte años; ordené y encarpeté los impuestos y las facturas de servicios que nos llegaron desde el 2011; guardé en el altillo la ropa de verano; y organicé la biblioteca, cuentos por acá, novelas por allá. Todo me venía bien menos prender la tele y engancharme con cualquiera de los treinta programas que hablaban del mundial. Necesitaba tomar un poco de distancia del partido porque la ansiedad que sentía era enorme. A esa altura había sudado más que en cada uno de los seis partidos que habíamos jugado hasta entonces. Sentía calor pero ni siquiera me permití abrir el cierre del saco de lana. Correr el riesgo de arruinar una cábala tan ganadora justo cuando faltaba tan poco, hubiera sido una estupidez mayúscula. Paciencia.
(Qué fácil se dice).
Si mi vieja hubiera visto lo inquieto que estaba, me habría mandado a que corriera dos vueltas manzana como hacía con mi hermano cuando éramos chicos y él se ponía intenso. Era un momento raro, por un lado me sentía extremadamente ansioso pero por otro, muy confiado. Si bien Alemania venía de vapulear fácil a Brasil (nada más y nada menos que 7 a 1), cada minuto que pasaba, mi confianza en Argentina crecía. Por décima vez entré a internet a chequear si jugaba Di María. Todas las webs anunciaban que no.
Llegó la hora que todos estábamos esperando. El partido arrancó con todo. Pasamos la barrera de los primeros veinte sin sobresaltos, ellos tenían la pelota pero no lastimaban. La más clara fue nuestra a los veintiún minutos, el Pipita ligó un regalo de la defensa y quedó de cara frente al arquero Neuer. Era gol en todos lados menos en el Maracaná. Al rato gritamos uno, también del Pipita, pero nos callaron cobrando off side. En el final del primer tiempo tuvimos un susto grande (aunque no tanto como nuestro traste), de un córner, Howedes conectó un cabezazo que pegó en la base del palo.
En el arranque del segundo tiempo las mejores fueron de Argentina. Messi nos sorprendió a todos: pateó al arco y no entró. Se fue apenas la pelota, seguramente lamentándose ella misma que no fue gol. Neuer salió con todo en una y le metió un penalazo criminal a Higuaín, el réferi, tano, además de no marcar penal cobró falta del argentino que estuvo siempre de espaldas. A todos se nos cruzó por la cabeza la imagen del recordado Codesal. Con cada repetición te dolía más el golpazo que recibió Higuaín.
De a poco llegaron los cambios en Argentina y el equipo perdió eficacia. Los minutos pasaban y la goleada alemana que soñaba Brasil no se concretaba. Sus cábalas resultaban ineficaces. Se cumplieron los noventa. Nadie sabía quienes estaban más contento con ese resultado, si ellos o nosotros. Fuimos al alargue.
¿Sombrerito de Palacio al obelisco de Neuer? ¡No!
Por la tele se ve tan fácil…
Parecía que Alemania tenía más piernas que Argentina pero yo confiaba en el corazón y la garra, los mismos que nos trajeron hasta acá. Miraba a la Pulga y pensaba: En vos confío.
No faltaba mucho cuando llegó el gol de ellos, un gol inapelable. Salimos con lo que teníamos. Messi saltó entre los gigantes y calzó un cabezazo. Él, sí, un gurrumín entre mastodontes. Cuando esa no entró yo me rendí. Tuvo la Pulga, después un tiro libre y hubiera sido el gol más lindo del mundo pero no lo fue.
Terminó el partido. Me puse de pie y sentí que por primera vez en ciento veinte minutos respiraba. Habíamos estado muy cerca. Me miré la ropa, mi cábala, y me sentí conforme. Seguramente la de algún alemán fue apenas mejor.
Silvia y Joaquín se mantenían en sus lugares.
—Por poco—dijo Silvia.
Le dije que sí y me empecé a reír. Me preguntaron qué me pasaba y les conté la cábala.
—¿Cómo puede ser que no se hayan dado cuenta? ¡Siete días con la misma ropa!
Terminé de decir ropa y los dos explotaron a carcajadas, sin ponerse de acuerdo ni nada. A Silvia le saltaban lágrimas de los ojos y Joaquín tenía un ataque de risa que no paraba.
—¿Que no nos dimos cuenta? —me dijeron casi al unísono— ¿Te pensás que perdimos el olfato? ¿Por qué te creés que mirábamos los partidos desde este rincón, bien lejos de donde vos estabas?

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 17 de julio del 2014.
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40 - Camino a la final

Apenas Alemania clavó el cuarto se le ocurrió la idea. Sacrificio, pensó. En la tele repetían el gol de Klose, los alemanes festejaban —otra vez contra Argentina— mientras Maradona caminaba e intentaba mostrarse serio, entero. Él, en cambio, era una estatua desde el minuto dos; sin reacción, como si se hubiera contagiado de Demichelis, Otamendi y el resto del equipo. Se sintió lejos. Cuando el árbitro pitó el final, él juró que en Brasil la historia iba a ser diferente. Nunca, hasta el gol de Klose, había amagado a viajar. Ni siquiera en sueños.
Este no va a ser un viaje, aclaró como si alguien lo estuviera oyendo. Un segundo después, como para que no quedaran dudas, agregó: Sacrificio.
Apagó la tele, desenchufó la compu, no contestó el teléfono y silenció el celular. Hasta que pase el chubasco, pensó. De inmediato se dio cuenta de que el camino a Brasil se había iniciado. A partir de ese momento no volvería a ver o a escuchar partidos de la selección, ni oficiales ni de los otros. Tampoco podría leer, por más mínima que fuera, información acerca del equipo argentino. Ni siquiera tendría permitido una charla de fútbol con amigos, parientes o conocidos.
Para oficializar el compromiso buscó un almanaque y con un marcador rojo tachó la fecha: 3 de julio. Miró los días que restaban hasta fin de año, pensó en julio de 2014 y lo sintió lejos. Cuatro años es tiempo suficiente para organizar cada detalle, pensó.
A la semana comenzó a entrenar: diez cuadras, veinte, treinta. Un año después usaba el auto sólo para lo esencial. Modificó los horarios, se acostumbró a acostarse temprano para poder levantarse con tiempo como para ir caminando al trabajo. Eran tres horas entre ida y vuelta (al principio un poco más). Día a día anotaba los kilómetros que caminaba y el tiempo que le llevaba recorrer esas distancias. Sobre la mesa de luz se le iban amontonando libretas repletas de datos y apuntes.
Cada Semana Santa aprovechaba para ensayar. En la del 2011 caminó treinta y ochos kilómetros y llegó a Escobar. La noche del jueves la pasó en el primer hotelito que encontró cerca de Panamericana. Colgada en una pared de la habitación vio una imagen de Cristo llevando la cruz. A pesar de que era una impresión barata, con el marco torcido y berreta, él, que nunca había sido muy religioso, se emocionó. Las piernas se le doblaron, creyó que por el cansancio, y quedó frente a la imagen, de rodillas. Lloró sin saber si lo hacía por tristeza, alegría o dolor. Más tarde se quedó dormido pensando en el Vía Crucis, en el sacrificio de Cristo y en su decisión de llegar a Brasil en el 2014. El viernes descansó todo el día y el sábado, renovado, caminó de regreso a Buenos Aires.
Al año siguiente se atrevió a más: el Jueves Santo caminó hasta Escobar, pasó la noche en el mismo hotel y en la misma habitación que el año anterior. Al otro día salió muy temprano hacia Zárate, quería atravesar el puente con luz de sol. Fue la primera vez que lo cruzó a pie. La subida le resultó suave y la senda peatonal, angosta; del otro lado del guarda rail los autos pasaban veloces y muy cerca. Al llegar a la parte más alta el viento era demasiado intenso, un par de Scanias sobrecargados hicieron que el puente vibrara, pero él nunca dejó de caminar. Al atardecer, agotado, paró en un recreo sobre la isla Talavera. Consiguió alquilar una cabaña diminuta donde pasó la noche con los pies elevados, apoyados contra la pared. Tenía miedo de que al día siguiente las zapatillas no le entraran. El sábado se dedicó a descansar, a hacer ejercicios de relajación, y a remojarse los pies en el río. El domingo regresó a Buenos Aires en micro. En el 2013 hizo el mismo trayecto: primero Escobar y al día siguiente Zárate. Repitió hotel, habitación y recreo. El sábado cruzó el segundo puente y caminó hasta Ceibas, Entre Ríos. Llegó cómodo y con ganas de andar más, pero desistió, al otro día debía regresar a Buenos Aires.
Cuando volvió a su casa revisó las libretas con apuntes, hizo cuentas por centésima vez y anotó los nuevos valores que se parecían a todos los anteriores. Velocidad recomendada, cinco kilómetros por hora. Frecuencia, ocho horas diarias repartidas en dos turnos de tres horas y uno de dos, con dos horas de descanso entre turno y turno. Entre paréntesis anotó: 3 + 3 + 2. Ese detalle lo hizo pensar en fútbol y en las discusiones de táctica de los equipos. Extrañaba esas charlas. Se preguntó qué estrategia estaría utilizando Sabella y después de mucho tiempo sintió nostalgia por la celeste y blanca.
Una tarde en el trabajo escuchó en el ascensor que alguien decía: Los mundiales se juegan cada cuatro años para que tengas tiempo de olvidarte de lo mal que jugó tu selección en el mundial anterior. Lo primero que recordó fue el entusiasmo que le habían provocado los equipos de Basile en el ’94, Bielsa en el 2002 y Pekerman en el 2006; luego recordó la dura frustración que sufrió con cada uno. Necesitado de ánimo repasó los partidos de Maradona en el mundial del ’86, pero poco a poco sintió que esos recuerdos le quedaban cada vez más lejanos.
El año 2013 se le pasó volando. Recién en octubre se enteró de que Argentina había terminado primera en las eliminatorias. En diciembre se permitió ver el sorteo del mundial para conocer en qué ciudades jugaría la selección. Cuando los comentaristas opinaban sobre la suerte del equipo nacional, él bajaba el volumen del televisor.
Conseguir la entrada fue más complejo y más duro que todo el entrenamiento. Le llevó meses concretar la compra. Las idas y vueltas, los intentos sin suerte a través de la página oficial, los escandalosos precios y paquetes que le ofrecían las agencias de viajes autorizadas y las negociaciones con revendedores quedaron atrás. Va a ser plata bien gastada, se repetía cada vez que recordaba el valor que había pagado por un lugar en la final.
En las fiestas pudo aprovechar una promoción y comprar tres pares de las zapatillas que consideraba ideales para su aventura. A mediados de febrero las empezó a ablandar. El último mes fue el más difícil, cargado de dudas y de ansiedad. Cuando le costaba dormir revisaba las cuentas y los apuntes que había acumulado en las libretas o volvía a chequear si la distancia que lo separaba de Río de Janeiro seguía siendo dos mil seiscientos veinte kilómetros. Una de esas noches repitió el cálculo que había hecho tantas veces, dividir la distancia a recorrer por la cantidad de kilómetros que caminaría por día: 2620/40. El resultado era el de siempre, sesenta y cinco días y doce horas. En números redondos, sesenta y seis días. Miró el papel donde había anotado sesenta y seis y algo no le gustó. Revisó cálculos anteriores, se preguntó si le molestaba que hubiera alguna relación con el mundial del ’66 y preocupado volvió a la cama. En la oscuridad de la noche descubrió que tal vez la incomodidad se debía a que sesenta y seis era demasiado parecido al número del diablo. Fue así que decidió adelantar la salida un día, la fecha elegida sería el jueves 8 de mayo.
Esa mañana, bien temprano, sentado sobre el borde de la cama se calzó las zapatillas como si sus pies fueran los de Cenicienta. Desayunó poco. Revisó la mochila. Lo que más llevaba eran medias, todas nuevas, mullidas. Donde le sobraba espacio metía un par. En un iPod Touch había cargado mucha música, la planificación de cada día, los mapas con el itinerario —una larga lista de pueblos, pueblitos y ciudades— y el fixture. Estaba listo. Dejó el celular y no se despidió de nadie. En casi cuatro años nunca había contado lo que pensaba hacer, sentía temor de que alguien fuera capaz de alterar su plan, de boicotearlo, y él no podía permitirse un error. Estaba convencido de que si caminaba rumbo a Río de Janeiro sin saber qué ocurría en el mundial, sin conocer quienes ganaban y quienes perdían, Argentina llegaría a la final. No podía explicar por qué tenía ese convencimiento, era un acto de fe y la fe se tiene, se siente pero no se explica.
Ahora sólo tengo que caminar —dijo—, un pie delante del otro.
Se calzó los auriculares, subió el volumen de la música y salió convencido de que en lugar de emprender un viaje, comenzaba una misión. En cada paso soñaba con una lluvia de papelitos que estaba por llegar. En cada paso se sentía más cerca del Maracaná.

Pablo Pedroso
Buenos Aires, 29 de abril del 2014.
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